Durante muchos años, Gabriel García Márquez, el famoso autor de Cien Años de Soledad, trabajó en diferentes diarios, dejando una voluminosa obra periodística que versa sobre diversos temas, entre los cuales se refiere a escritores reconocidos. Esta serie de trabajos periodísticos conforman al menos cuatro volúmenes a los que poca importancia se ha dado. Sin embargo, quien haya leído o lea el estilo periodístico de Gabo, podrá notar que el escritor colombiano tenía una gracia para contar sus anécdotas o argumentos, utilizando figuras literarias y su erudición.

Así, en esta sección literaria que he nombrado “La llama doble”, me place publicar un comentario de Gabo respecto al grandioso escritor norteamericano Edgar Allan Poe, que analiza la relación intrínseca entre su tortuosa vida, el gérmen y la maduración de su obra.

Vida y novela de Poe (comentarios).

Por: Gabriel García Márquez

Paul Valery hablaba de Edgar Allan Poe como un genio desconocido u olvidado por sus propios compatriotas. Se cumplen hoy cien años desde que el célebre poeta de Baltimore murió en un hospital de aquella ciudad, desgarrado por los fantasmas del «delirium tremens», y es posible asegurar que la literatura norteamericana no registra un caso similar al suyo, ni una tendencia que pueda considerarse como la prolongación en el tiempo de esa sombría y tenebrosa línea de conducta estética creada por Edgar Poe. Los norteamericanos -y en esto se diferencian fundamentalmente de los ingleses- perdieron el sentido del misterio.

Despreciando los términos extremos que se han enfrentado en la polémica que pretende valorar en su justa medida la extraña mercancía literaria de Poe, resulta innegable que ella -cualquiera sea su calidad estética- responde a un profundo cordaje humano que no es posible de menospreciar en la valoración de ningún autor.

La vida de Poe fue el cumplimiento de un itinerario trágico. Como sus extraordinarios contemporáneos en las letras norteamericanas – Nathaniel Hawthorne y Herman Melville- dejó él en cada una de sus palabras el testimonio de la neurosis que ordenaba todos los aspectos de su universo psicológico. Se les acusa -a los tres citados- de haber creado una obra de evasión, a espaldas de los complicados problemas sociales, de los factores dominantes de la época, de la psicología del hombre que en los Estados Unidos de mitad de siglo echaba las bases de una dura y extraordinaria naturaleza. Es ello cierto, al contrario en realidad de lo acontecido con el poderoso abuelo Whitman que sembró en su canto la semilla sinfónica de la civilización.

Lewisohn -en sus ensayos críticos sobre literatura norteamericana cree descubrir la razón de esa actitud de fuga hacia lo irreal, que caracteriza a los tres autores que hemos venido citando, precisamente en esa neurosis que los obligó a eludir «los más profundos y amplios motivos del arte» para concluir diciendo que Hawthorne, Melville y Poe no realizaron la obra que habría deseado el señor Lewisohn porque «no fueron suficientemente humanos».

Desde luego que esta certera afirmación sería concluyente en el caso de cualquier autor, si no se tuviera la necesaria serenidad para pensar que esa insuficiencia de experiencias humanas que obligó a Poe a buscar en la evasión y la fantasía la satisfacción de sus apremios estéticos, es también una condición humana capaz de proyectarse en la obra, con resultados tan respetables y estremecedores como los de Balzac, Dostoievski o Cervantes.

Conmovedora condición humana fue el sentimiento de culpa de Hawthorne, patente en La casa de los siete tejados, y convertido en discurso filosófico en La letra escarlata; o el lacerante sentimiento de Melville, que lo hacía ver en los seres y las cosas, en su naturaleza externa, agentes secretos o públicos de la maldad universal, la que logra su apoteósica consagración en Moby Dick, la prolongada persecución de la ballena blanca por todos los mares de la tierra. Conmovedora condición humana, finalmente, el sentimiento de impotencia, de insuficiencia, que limitó la posibilidad de Poe -como hombre- y que es la justificación de su torturante y desolada producción literaria. Es ese sentimiento -que habría proporcionado un copioso documental a Sigmund Freud- el que más preocupa a su discípulo en la crítica, Lewisohn. Lo extraño, en realidad, es que este último considere como un obstáculo para la realización de Poe, y no como una de sus condiciones esenciales como escritor.

Ni siquiera es justo el penetrante Aldous Huxley, cuando acusa al extraordinario narrador norteamericano de haber incurrido en la vulgaridad, al reincidir sistemáticamente sobre las situaciones de terror. Es necesario pensar que la reincidencia de Poe en su propia temática no es sino el resultado de una definida personalidad literaria, condicionada por una definida aunque amarga personalidad humana. Sobraría citar aquí el caso de Dostoiewski, un epiléptico, o el de Franz Kafka, genial, flagelado por la abstinencia y la tuberculosis.

El inevitable retorno de Poe hacia la necrofilia o, más concretamente, hacia el ideal de la amada muerta, es un síntoma de la exactitud con que la obra respondió a los conflictos interiores del autor. Poe era – en el más trágico sentido de la palabra- un impotente, a consecuencia de una lesión que sufriera durante la infancia. La totalidad de su obra, el ambiente trágico y desgarrado de ella, gira en torno a ese fracaso vital. La visión del mundo, el regocijado espectáculo de la creación debió llegarle a Poe a través de ese filtro tremendo de su sentimiento de inferioridad o -más exactamente en este caso- de su «certeza» de inferioridad orgánica. Toda la construcción argumenta) fracasa en cada pieza de Poe, se derrumba, se convierte en polvo -como la casa de Usher, de su cuento- en una derrota final que los freudianos atribuían a los «impulsos frustrados».

Quizá a los numerosos lectores de las novelas policíacas -entre los cuales se cuenta, y a mucha honra, el autor de esta nota- les interesa pensar que acaso a ese sentimiento de inferioridad que rigió la vida de Poe, se debe mucho de lo que es en la actualidad aquel apasionante género muy a pesar de quienes atribuyen su paternidad a Thomas de Quincey. Conan Doyle, S. S. Van Dine, Ellery Queen, no estarían quizá disfrutando de su justo prestigio si no se hubieran escrito Las narraciones extraordinarias o El crimen de la calle Morgue.

Poe -el aristócrata, el poseedor de una extraña erudición- no podría desvincularse de ese afán de aparecer en público rodeado por un halo de superioridad mental, como un entendido en cuestiones científicas. Científico fue el sentido de su misterio, no sólo en su extraordinario y único Caso de míster Valdemar, sino en aquella travesía a bordo de un globo, que es ciertamente fatigante en su erudición.

El método deductivo empleado por los autores de la llamada novela de misterio -con el cual logró planes de maestría insospechada Conan Doyle- tiene su perfecto antecedente en El escarabajo de oro, uno de los cuentos menos afortunados de Poe por otros aspectos diferentes al que nos interesa en este caso.

Ojalá este primer centenario de su muerte sea una fecha definitiva en la justa y necesaria valoración de Edgar Allan Poe.

El Universal, Cartagena. 7 de octubre de 1949.

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