bartomeu-U309130801034FB--620x349@abc.jpEs una religión, es una afición, es «el ejército desarmado de Cataluña», por decirlo al modo de Manuel Vázquez Montalbán; pero sobre todo era una formidable excusa para pasar el día con los amigos, con un prólogo tan extenso y copioso al acontecimiento que normalmente no se llegaba en condiciones a la hora del partido. Los bares cerveceros de los alrededores del estadio eran los que más atraían la atención de los medios de comunicación pero lo menos memorable de entre lo mucho y muy jugoso que solía ocurrir en Barcelona cuando aún éramos público. Vía Veneto colgaba el «No hay billetes», la noche anterior, hervía Dry Martini a tes y después del partido, en Tickets no se cabía ni siendo el hermano de Alberto Adrià, pero el restaurante que durante décadas de un modo más eufórico encarnó el espíritu de los Clásicos, y de las grandes noches en el Camp Nou, fue la marisquería Can Caba, en las inmediaciones del estadio, justo por debajo. Ramon Caba y su esposa Maria, naturales de Balaguer, tenían el mejor marisco y el mejor pescado de la ciudad, y las mejores setas cuando era temporada. Los ous de reig que tenía Ramon yo no se los he probado a nadie más. Muchos empresarios e industriales del interior de Cataluña, muy trabajadores, muy serios, muy ricos y muy primarios, con la excusa del Barça-Madrid, solían llegar a Barcelona horas antes del partido para juntarse seis o siete y arrasar con todo lo que Maria les preparara. Daba igual la hora. Si se jugaba pronto, se desayunaba tarde. Medievales ágapes, y luego la alta gradación para «hacer bajar». El Barça era la excusa para olvidarse por unas horas de la fábrica, dejarse ser en amistad, y luego llegaban como llegaban al campo, y muchas veces ni llegaban, y durante unas horas desconectaban el móvil, con el pretexto de que entre la aglomeración no había cobertura, y de regreso a su localidad tenían que poner la radio en el coche para enterarse del resultado y de quién había marcado. Lo que menos solía durar de un Barça-Madrid era el partido, y aprovechábamos para cancelar cualquier obligación y convertir la jornada en una celebración de la alegría y la amistad, sobre todo con amigos llegados de la capital, y era una ficción la rivalidad. ¡Traiga champán! El último clásico fue el que tuvimos que blindar por las amenazas de los CDR. Por adaptarnos a las medidas de seguridad, nos instalamos desde primera hora en el Hotel Sofía y comimos en la terraza rodeados de un impresionante dispositivo policial. A los amigos que iban llegando tenía que salir el director del hotel para cruzar el cordón de los Mossos y la Guardia Urbana. Nunca se sirvieron unos calamares tan escoltados. El partido fue aburridísimo, y lo único consignable fue el olor a contenedor quemado en la grada por los altercados que los independentistas organizaron en los alrededores. Los medio vimos gritando a lo lejos camino de Dry Martini, cuando el partido acabó y la franca y hermosa amistad era lo único que continuaba importando.

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