El sistema universitario debería estar agradecido con Milei. Le ha dado una buena excusa para abroquelarse y arroparse bajo la bandera sagrada de la educación pública, mientras encuentra un nuevo atajo para esconder sus fracasos bajo la alfombra y para clausurar cualquier debate sobre su eficiencia, su calidad y su financiamiento. Le ha dado, además, una coartada para no hablar de sus negocios y sus pactos corporativos, que han teñido a muchas casas de estudio de una inquietante opacidad.

El Gobierno, en lugar de promover un debate audaz pero constructivo, ha avanzado con la motosierra y la brocha gorda sin reparar en matices ni en la complejidad de las cosas. Ha exacerbado la polarización y se ha sobregirado en una postura irritante, en lugar de esforzarse en la convocatoria a una discusión abierta y franca sobre la base de datos claros e información rigurosa, no de simplificaciones y prejuicios. Ha exhibido, además, falta de sensibilidad para calibrar los valores en juego y para evitar las generalizaciones injustas. Le ha dado, así, a la burocracia universitaria la oportunidad de victimizarse y de instalar, con una mezcla de cinismo y picardía, la idea de un riesgo inminente de cierre de las facultades. También le permitió liderar una protesta que, detrás de eslóganes y banderas, encubre sus privilegios y sus desmanejos. Y que, como si fuera poco, permite potenciar los dogmas que obturan cualquier revisión de fondo sobre la política universitaria.

La impresionante marcha de esta semana fue promovida por “el partido de la universidad”, donde el kirchnerismo y parte del radicalismo se dan la mano sin disimulo. Fue aprovechada, además, por sectores políticos radicalizados que fogonean el peligroso concepto de la “resistencia” frente a un gobierno democrático que acaba de asumir. Pero la movilización se nutrió, esencialmente, de amplios sectores sociales que defienden con buena fe los valores asociados a la educación pública, a la inclusión social, a las oportunidades y al progreso a través del estudio y del desarrollo científico. Tal vez deba aprovecharse ese estado de efervescencia para formular una pregunta: ¿por dónde pasa la verdadera defensa de la universidad pública?

¿Defienden a la universidad quienes promueven en su seno la uniformidad y penalizan las discrepancias?, ¿la defienden quienes rechazan cualquier debate interno y se aferran al statu quo en función de sus propios intereses?, ¿la defienden quienes se atornillan a los cargos de poder e impiden la alternancia en el gobierno universitario?; ¿los que administran cajas millonarias por “trabajos a terceros” sin rendir cuentas ni brindar información?, ¿los que digitan o eluden los concursos para asegurarse obediencia y reelecciones indefinidas?; ¿la defienden quienes rifaron la autonomía en el altar de la obsecuencia al kirchnerismo?, ¿quienes han convertido algunas facultades en unidades básicas y en estructuras de militancia facciosa?

Defender la universidad no debería ser solo defender su presupuesto, sino también sus valores: deberían promoverse marchas en defensa de la pluralidad ante hechos y situaciones en las que se vio abiertamente vulnerada. Y se debería reclamar por la calidad académica, que sufrió un evidente deterioro. ¿Y quién se moviliza por la transparencia ante un entramado de negocios que va muchos más allá de escándalos y denuncias puntuales?

Es saludable el germen de rebeldía frente a discursos altisonantes y simplificadores que muchos leen, con razón, como una estigmatización injusta de la universidad pública. Pero la universidad merece, además, un debate honesto y profundo en defensa propia.

En las últimas décadas, lejos de aceptar discusiones de fondo, e incluso debates incómodos, la universidad reforzó dogmas y prejuicios que clausuraron toda posibilidad de revisarse a sí misma. Ha descalificado cualquier intento de poner en discusión temas como el ingreso, el financiamiento y las condiciones de regularidad. Se negó a discutir sobre la necesidad de incentivar y priorizar determinadas carreras, aunque solo el 23% opta por estudios vinculados a ciencia o tecnología. Ha resistido las rendiciones de cuentas y los mecanismos de transparencia en el manejo de vidriosos y millonarios negocios por servicios a terceros. ¿Alguien miró con lupa las consultorías de la UBA? ¿Por qué la Universidad de La Plata no muestra las cuentas de un gigantesco negocio con decenas de municipios por el estacionamiento medido? ¿Cuánto recaudó esa misma casa de estudios por un megacontrato con los bingos bonaerenses para controlar las tragamonedas? ¿Se tiene idea de lo que cobra la Universidad de San Martín por una extraña intermediación en el cobro de fotomultas de varios municipios? ¿Por qué en las páginas web de las universidades no hay ninguna información sobre contratos de asesoría? La autonomía debe funcionar como una garantía de independencia, no como un velo que oculte manejos dudosos y discrecionales. ¿No es llamativo que los propios claustros no se movilicen en demanda de información y transparencia? La respuesta tal vez deba buscarse en una atmósfera universitaria en la que la discrepancia y los pedidos de explicaciones pueden pagarse muy caros.

La universidad pública argentina tiene una de las tasas de graduación más bajas de la región, según un registro del Centro de Estudios de la Educación Argentina (CEA). Se reciben apenas el 30 por ciento de los ingresantes, cuando en Chile y Brasil, por ejemplo, ese mismo indicador es de más del doble. Sin embargo, ese dato se barre bajo la alfombra. No se cumple con el porcentaje de cátedras concursadas que exige la propia ley universitaria, pero de eso no se habla.

El ingreso irrestricto, que no existe en ninguna universidad del mundo, se ha convertido en un dogma indiscutible, a pesar de sus graves consecuencias en la calidad académica y la formación profesional. Toda una generación de profesores de Medicina que se cansó de alertar sobre la imposibilidad de garantizar una buena formación con 5000 ingresantes por año fue acorralada y desalentada hasta “jubilarla” de la universidad. Eran voces que incomodaban, y la corporación universitaria se ocupó de callarlas.

Desde hace décadas, la universidad fomenta un círculo vicioso: al no haber examen de ingreso, no hay incentivos para el esfuerzo de aquellos que quieren estudiar una carrera. Un alto porcentaje no se gradúa porque llega del secundario sin una preparación suficiente. Para disimular ese bache, las facultades bajan los niveles de exigencia, sacrifican calidad y excelencia. También es intocable la condición de estudiantes crónicos: menos del 20% se recibe en tiempo y forma en las universidades públicas. Pero la trampa de la demagogia se reviste de épica: “somos abiertos e inclusivos”.

A la oferta académica le cuesta seguir el ritmo de las transformaciones tecnológicas, pero además está teñida de ideologismo. Para muestra basta un botón: esta semana se presentó en la Universidad de La Plata una carrera nueva: “Diplomatura en Ambientalismo Popular”. ¿Habrá un ambientalismo elitista?

La gratuidad absoluta es otro tema tabú. Aunque solo llegan al nivel terciario los sectores de clase media y media alta, la universidad se niega a considerar, siquiera, la posibilidad de aportes voluntarios, de aranceles por recursadas, de contribuciones de los egresados o de cualquier otra modalidad que permita reforzar un financiamiento propio y orientar más recursos públicos a disminuir, por ejemplo, la tasa de deserción escolar en el nivel secundario, que ronda el 70 por ciento en los sectores más vulnerables.

Cobrar un arancel a estudiantes que vienen del extranjero es otro tema que la universidad se niega a discutir, a pesar de que ningún estudiante argentino podría ingresar en las mismas condiciones a una casa de estudios de Chile, Uruguay, Venezuela o Perú, por citar solo algunas referencias. Son un 4% de la matrícula general (unos 120.000), pero en algunas facultades, como la de Medicina de La Plata, ya representan casi el 50% de los ingresantes. Ni siquiera se les exige el dominio del idioma español. Si se les cobraran solo mil pesos mensuales (un aporte apenas simbólico), alcanzaría para distribuir 120 millones por mes en centros de primera infancia.

Los ingresos propios de las universidades no solo demandan transparencia, sino también un debate sobre su destino: ¿no deberían financiar un gran fondo de becas para estimular el acceso a la universidad de jóvenes en situaciones desfavorables?

En un país con dramáticos niveles de pobreza y con un Estado quebrado, de la universidad también se esperan propuestas, además de reclamos que pueden ser justificados. Merecería otro debate la creación de nuevas universidades: ¿se necesitan más o mejores casas de estudios? ¿Responden a una visión estratégica o a necesidades de los caudillos políticos?

La universidad tiene derecho, por supuesto, a defenderse de ataques, simplificaciones y prejuicios. Pero también tiene la obligación de dar ejemplo de pluralismo, de transparencia y de excelencia, además de cultivar un espíritu de comprensión sobre la realidad que la rodea. Muchos profesores e investigadores honran esa tradición con un esfuerzo silencioso y cotidiano. Pero no es lo que se refleja en estamentos del poder universitario, donde, con honrosas excepciones, se han enquistado el dogmatismo, la opacidad y los intereses partidarios.

La universidad no puede reducirse a una colección de eslóganes. Merece un debate honesto, sin dogmas ni prejuicios. Ojalá la efervescencia de estos días sirva para promoverlo, y no para enmascarar los problemas y justificar lo injustificable bajo una bandera noble, como es la de la educación pública.

 

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