Amor sin tiempo (La Bête, Francia/2023). Dirección: Bertrand Bonello. Guion: Bertrand Bonello, Guillaume Bréaud, Benjamin Charbit. Fotografía: Josée Deshaies. Edición: Anita Roth. Elenco: Léa Seydoux, George Mackay, Elina Löwensohn, Guslagie Malanda, Weronika Szawarska. Duración: 146 minutos. Calificación: apta para mayores de 13 años. Nuestra opinión: buena.

Amor sin tiempo no es una película fácil. Estrenada en la última edición del Festival de Venecia, está inspirada libremente en “La bestia en la jungla”, un relato de Henry James que Marguerite Duras adaptó para el teatro y el año pasado un director austríaco (Patrick Chiha) también llevó al cine. No es fácil porque la mayor parte de las casi dos horas y media que dura esquiva conscientemente la posibilidad de una trama lineal -prefiere la elusión y los enigmas- y porque encima la historia transcurre en tres épocas distintas (1910, 1944 y 2044).

En la parte futurista del film aparece la distopía, un insumo recurrente en las ficciones de los últimos años: en este caso se trata de un mundo donde las emociones son consideradas peligrosas y la protagonista (Léa Seydoux, tan magnética y sugerente como siempre) es interrogada por una Inteligencia Artificial de avanzada (cuya voz es la del canadiense Xavier Dolan, productor de esta película) que le recomienda “una purificación de su ADN” que la llevará a revisar sus vidas pasadas y limpiar viejos traumas del inconsciente.

Entre la ciencia ficción y el melodrama victoriano, la historia pega continuos saltos temporales, pero nunca se ajusta al realismo. Lo más ominoso ocurre entonces en el futuro: aquella rebelión de la supercomputadora HAL 9000 que Stanley Kubrick imaginó para 2001: Odisea del espacio se intensifica en un 2044 donde la humanidad es dominada por las máquinas y la individualidad como concepto ha desaparecido. Es un mundo frío y hostil, en el que la soledad gana cada vez más espacio.

En la parte que se desarrolla en 1910, los sentimientos se expresan. En la que sucede en 2014, se reprimen. Y en la que ocurre dentro de veinte años, directamente desaparecen. Inquietante, sobre todo pensando que no falta mucho para llegar a ese momento y que el cine ya ha prefigurado lo que viene más de una vez.

En toda la película, Bertrand Bonello -director francés poco conocido en la Argentina al que el Festival de Mar del Plata le dedicó una retrospectiva en 2012- juega con la realidad y el simulacro, una dualidad que marcaba también una parte importante de Holy Motors (2012), el provocador largometraje de su compatriota Léos Carax. Cambia el entorno y, en función de esas alteraciones, los personajes también se transforman: el amante prohibido de inicios del siglo pasado se convierte en un perturbador incel que busca vengarse de sus frustraciones. El británico George MacKay interpreta cada papel con gran intensidad y la misma convicción. Pero en cada época también hay anacronismos que subrayan la arbitrariedad con la que Bonello armó un rompecabezas cuya lógica por momentos inaprensible remite a los desafíos que suele plantear el cine de David Lynch.

Lo que se impone en Amor sin tiempo es la deshumanización y el desencuentro. En eso, la película es fiel a la nouvelle de Henry James que su director tomó como punto de partida, donde la bestia más temible que elucubró el genial escritor neoyorquino es la imposibilidad de conectar con el otro.

 

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