Rosa es una persona con 92 años a sus espaldas. Aunque tuvo la gran fortuna de estudiar en la escuela del pueblo, toda su vida ha trabajado de ama de casa. Es una lectora voraz, crea verdaderas obras de arte en punto de cruz y se sabe de “pe” a “pa” toda la vida de los personajes de la televisión. También es mi abuela, y en su momento tuvo que sufrir conmigo todos y cada uno de los cursos del grado en biotecnología, ya que siempre he tenido la manía de estudiar recitando los temas en voz alta. Hoy ha venido a visitarla su amiga Vicenta que, para comenzar la conversación le ha preguntado en qué trabaja su nieto. “Biotecnología”, ha respondido mi abuela con una sonrisa de satisfacción. “¿Y eso qué es?”, ha preguntado Vicenta. “Eso que hace que las frutas no tengan semillas”.

Nunca una frase me ha hecho sentir tal vorágine de emociones. Por una parte, me alegra que se quedase con algunos temas de fisiología vegetal, siempre ha cuidado de muchas plantas y le interesan. Pero por otra, mi abuela decidió erradicar de golpe y porrazo toda la biotecnología animal, humana, industrial e informática, que imagino que no le resultaron tan interesantes. De todas formas, el resumen de mi abuela pone de manifiesto una realidad incómoda: Muchas veces la biotecnología es una ciencia incomprendida e invisible. Pero a pesar de estos adjetivos, tanto la vida de mi abuela, como la de gran parte de la humanidad, han estado influidas por la biotecnología prácticamente desde sus inicios.

¿Cuándo comenzó la biotecnología?

Antes de la invención de la rueda y de la escritura, los seres humanos domesticaron sin saberlo a unos seres muy especiales. Estos seres eran voraces devoradores de azúcares y, tras digerirlos, los trasformaban en otros compuestos, como ácidos o alcoholes. Bacterias y hongos fueron los primeros seres vivos que ayudaron a unir la biología y la tecnología, y aportaron su grano de arena en lo que aquel momento era el mayor problema de la humanidad: preservar y mejorar los alimentos. Para hacernos una idea con las fechas, los primeros indicios de producción de queso se remontan a hace 8 000 años, el pan, 14 400, y el alcohol parece que ha acompañado al ser humano desde hace 10 millones de años, según muestran las evidencias que se encuentran en nuestro ADN.

En la actualidad, tanto el queso, como el pan y las bebidas fermentadas se siguen valiendo de los descendientes de aquellos microorganismos que conseguimos domesticar por azar. Si bien, debido a la selección artificial durante miles de años, ahora son mucho más eficientes que en la antigüedad. Además, los procesos también han evolucionado para hacerlos mucho más seguros y, gracias a las técnicas modernas, podemos modificar su comportamiento. Pero antes de adelantar acontecimientos, toda gran revolución científica comienza con un paso: la observación.

Una ventana a un nuevo mundo

Tuvieron que pasar milenios hasta que los humanos pudieron ver por primera vez a los microorganismos que les habían estado acompañando. En el siglo XVII, el uso de las lentes permitió magnificar nuestra vista y, así, asomarnos a un mundo microscópico. En este mundo, millones de nuevos animálculos se movían incesantemente y se relacionaban unos con otros. Hongos, bacterias, algas y otras células eran ahora visibles para el ser humano lo que fomentó su curiosidad por estos pequeños seres.

A partir de ese momento comenzó la era dorada de la microbiología. Gracias a los experimentos de científicos de la talla de Louis Pasteur, o Robert Koch, se empezaron a relacionar estos microorganismos con varios procesos, como la podredumbre de los alimentos, o las enfermedades. Los avances surgían a una velocidad vertiginosa y ayudaron a comprender que estos microorganismos no solo estaban presentes en todas partes, sino que, además, su presencia nos afectaba mucho más de lo que podíamos imaginar. Por tanto, la pregunta que surgió a los científicos de la época fue: ¿para qué podemos utilizar a los microorganismos aparte de para crear alimentos?

La ciencia con nombre propio

La respuesta vino de la mano de la Primera Guerra Mundial y fue fruto de Chaim Weizmann, bioquímico, ruso de nacimiento y, posteriormente, el primer presidente de Israel. Durante su ajetreada vida, en 1915, Weizmann diseñó un método para producir acetona sintética utilizando Clostridium acetobutylicum. La acetona era necesaria para la producción de explosivos y fue una de las claves que permitió a los británicos seguir creando munición para el frente de batalla, lo que les ayudó a resistir hasta el final de la guerra.

Cuatro años más tarde, cuando el mundo se encontraba en una paz efímera, aparecería por primera vez el término “biotecnología”. El artífice fue Károly Ereky, ingeniero en alimentos y, en aquel momento, ministro de alimentación de Hungría, que incluyó la palabra “Biotechnologie” en el título de uno de sus libros. Dicho libro trataba sobre la importancia del uso de microorganismos para la transformación de materias primas en productos alimentarios, y, para esta rama de la ciencia, fue crucial. Finalmente, tras un viaje de varios milenios, la biotecnología tenía un nombre.

Biotecnología hasta en la sopa

Con el nombre también llegaron las primeras equivocaciones, ya que es difícil escuchar biotecnología y no pensar en fusiones extrañas de seres humanos y máquinas. Pero nada más lejos de la realidad, de hecho, estos 5 procesos que utilizas en tu vida diaria son fruto de la biotecnología:

Comidas fermentadas. Como hemos visto a lo largo del artículo, desde el queso y el pan, hasta el vinagre y otras bebidas alcohólicas dependen de la biotecnología. En la actualidad se están produciendo cada vez más cepas de microorganismos, o modificando las actuales para dotar de pequeños matices a estos alimentos. Y es que detrás del olor del queso, o del matiz afrutado de un vino, hay enormes laboratorios de investigación y desarrollo. Además, requieren del siguiente proceso.

Agua potable. Las depuradoras necesitan de la acción de microorganismos para descomponer la materia orgánica y purificar las aguas. Además, gracias a las innovaciones biotecnológicas en este campo, se pueden crear productos de alto valor añadido a partir de los deshechos, como bioplásticos o biocombustibles

Al lavar la ropa. Cuando un detergente anuncia su «acción enzimática» en realidad lo que han hecho es aislar una parte de interés de un organismo. En este caso, lo avances actuales tienden a producir enzimas que no pierdan sus capacidades a altas temperaturas, o que sean capaces de digerir restos de materia orgánica más rápido.

Jabones y cremas cosméticas. Un buen jabón es capaz de eliminar la suciedad de nuestro cuerpo, pero a la vez, nutrir y fortalecer a las millones de células y bacterias beneficiosas que viven en nuestra piel. Lo mismo con las cremas; sus componentes activos son fruto de décadas de estudios para conseguir que sean inocuos y, además, que sean beneficiosas. Desde el año 2013, ninguno de los productos cosméticos vendidos en Europa pueden haber sido testados en animales.

Medicinas. El mayor ejemplo es la insulina. Anteriormente se necesitaban toneladas de páncreas de cerdo para purificar la insulina necesaria para los pacientes diabéticos. Actualmente, gracias a la ingeniería genética, las bacterias pueden producir cantidades enormes de esta hormona para suplir la demanda. Pero también las vacunas, y otras muchas terapias están relacionadas con la biotecnología.

Este pequeño repaso está muy falto de matices, de personajes y de historias, pero sirve como una pequeña pincelada para comprobar que la biotecnología no es solo la creación de frutas sin semillas. En definitiva, hoy, 16 de junio, es el Día de la Biotecnología, una ciencia muy presente, y a la vez, muy oculta.

Facebook Comments