Cuando cursaba un distante sexto año, Ida Vitale (Montevideo, Uruguay, 1923) escuchó con fascinada extrañeza los versos vagos, alusivos, que una practicante de maestra dictaba con rigor. Palabras indefinidas, de referencias opacadas, que propiciaron una burbujeante incomprensión. Una y otra vez la pequeña Ida recurriría a su cuaderno para descifrar los versos que –podrá recomponer más tarde, en su adultez– pertenecían a “Cima”, un breve poema de la Nobel chilena Gabriela Mistral. Con aquel misterio verbal, asevera, comenzaría su acercamiento a la poesía.

En la antología Disidencias leves se propone un trayecto que recorre –con sus aciertos y ausencias inevitables– todos los poemarios de esta uruguaya que, a pesar de haberse exiliado en 1974 para regresar a Montevideo unas tres décadas más tarde, se procuró hogar en la belleza inquieta de sus versos.

La voz poética de Vitale se demora en la naturaleza (en plantas y árboles; en gorriones, estorninos, y erizos; en el viento, sobre todo en el viento); en la nieve y las estaciones; en las despedidas, muertes y duelos; en las vicisitudes de la experiencia y la puja incesante de la energía vital; en la urbe estancada y deshumanizante; en el lenguaje y la palabra. Escribe en el existencialista “Se elige”, del libro Oidor andante (1972): “Diezmada, desangrada, / cortada en tantas partes / como sueños, quiero / no obstante, / ésta y no otra manera / de estar viva; / ésta y no otra manera de morir; / este sobresalto / y no más la habitual / duermevela. / Como una sombra de uno mismo / o como incendiado fósforo violento. / No hay otra alternativa, / ni más signo de identificación. / No hay otra muerte. / No mayor vida”.

Atenta al valor del lenguaje, las palabras, para Vitale, se articulan al vaivén humano así como a los ciclos naturales. Se lee en “Sequía”, de Jardín de sílice (1978): “Y tienen las palabras su verano, / su invierno, y tiempos de entretierra / y estaciones de olvido. / De pronto se parecen demasiado a nosotros, a manos que no tocan/ hijos, amigos, / y pierden su polvo en otra tierra”.

Cultora del bajo perfil, la longevidad obligó a retraer la pereza de ciertas instituciones que se obstinaban en la miopía o en el llano desinterés por su obra. Así, a los 86 años recibió el premio Octavio Paz; un año después, el García Lorca; a los 92, el Reina Sofía y, finalmente, en 2018, a los 95 años, el Cervantes. Junto a Emil Rodríguez Monegal, Ángel Rama (su primer esposo), Idea Vilariño y Mario Benedetti, conformó la Generación del 45 uruguaya. Actualmente, a sus cien años, arrellanada en una mecedora, recibe de tanto en tanto a periodistas y lectores. Y frente a muchas de las preguntas –como si parodiara su desconcierto iniciático ante los versos de Mistral, cuando era una nena– responde con desparpajo: “¡¿Y yo qué sé?!”

 

Facebook Comments