Una noche de julio de 2023, el cuerpo inerte de una ballena yace en el arenal de la localidad francesa de Bidart, a unos kilómetros de Biarritz. Se trata de una yubarta, o ballena jorobada (Megaptera novaeangliae), que ha quedado varada a unos metros de la orilla. Un equipo de funcionarios locales se apresura a trocear y retirar al animal antes del amanecer, pues urge dejar el espacio libre para los bañistas. Sin embargo, ¿qué hubiera sucedido si este mismo hecho hubiese ocurrido en otra época, cuando la presión humana todavía no había masificado las costas? Sin duda la naturaleza hubiera seguido su curso y el cadáver de la ballena habría ido descomponiéndose paulatinamente, sirviendo a su paso de alimento a numerosas especies carroñeras.

Los restos de los cetáceos no son residuos, sino un valioso recurso del que se alimentan muchas otras especies, tanto acuáticas como terrestres. El problema es que los humanos hemos olvidado durante mucho tiempo los beneficios ecológicos de estos restos orgánicos. Se calcula que alrededor del 40% de la población mundial habita a menos de 100 kilómetros de la costa, le ha dado lugar a un rápido proceso de transformación de estos territorios costeros, alterando así los procesos ecológicos naturales que se dan en estos ecosistemas, entre ellos, el aprovechamiento de la carroña. 

¿Y cuáles son estos beneficios? Cuando una ballena muere en alta mar, atrae y sostiene una importante comunidad de vertebrados de aguas profundas. Además, sirve de fuente de distintos organismos que llevan a cabo reacciones quimiosintéticas. Por si eso fuera poco, estos grandes animales marinos contribuyen en gran medida al secuestro de carbono, lo que ayuda a combatir los efectos del cambio climático.

Cuando, por el contrario, uno de estos grandes cetáceos queda varado en la costa, sus restos no benefician a los organismos de aguas profundas, pero sí a una gran variedad de fauna, en especial las aves carroñeras. “En la Patagonia, por ejemplo, descubrimos que una dieta importante de los cóndores estaba compuesta por mamíferos marinos, básicamente ballenas”, explica a National Geographic España José Antonio Sánchez- Zapata, catedrático de ecología de la Universidad Miguel Hernández de Elche y autor de numerosas investigaciones sobre los servicios que proporcionan los restos de vertebrados (desde ballenas hasta carroñeros) en los ecosistemas.

El problema es que esos restos se retiran cada vez con mayor frecuencia«Los seres humanos nos hemos apropiado de la mayor parte de la producción de los ecosistemas, y uno de los que más valor tienen son las playas y las costas, lugares con un uso muy intensivo. Un cetáceo grande genera rechazo a los turistas y bañistas, por lo que generalmente se retiran lo antes posible para evitar cualquier tipo de molestia», argumenta el experto. 

Y es ahí donde pecamos de impacientes, pues, además de alimentar a otras especies, los cadáveres en descomposición son un importante activo ecológico. Las ballenas varadas corren la misma suerte que otras especies marinas, sean o no animales. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la posidonia (Posidonia oceanica), una fanerógama endémica del Mediterráneo cuya descomposición es crucial para la salud de los ecosistemas litorales. Hace tiempo que los conservacionistas piden a las autoridades locales que no retiren los arribazones de esta planta, pues, además de ser inofensivos, es un indicador de la buena salud medioambiental de las playas. Sin embargo, en la mayoría de los casos los responsables municipales se apresuran en limpiar las playas cuanto antes para no entorpecer la actividad turística.

Entonces, si conocemos perfectamente los innumerables beneficios que tienen estos restos en los ecosistemas costeros, ¿por qué no actuamos al respecto? La explicación tiene que ver con el cambio en nuestra relación con estas grandes criaturas marinas. A medida que surgieron las sociedades modernas, la relación de los humanos con los cetáceos cambió considerablemente. Los cadáveres ya no se usaban para producir aceite u otros utensilios, con lo que el valor de estos varamientos ya no era tanto material, sino más cultural. A partir del siglo XVIII las ballenas varadas se convirtieron en objetos de estudio y generaron un gran interés público. 

Los restos de los cetáceos no son basura, sino un valioso recurso del que se alimentan muchas otras especies.

Así, los esqueletos recuperados de las playas pasaron de ser una fuente de materia prima a un objeto para el conocimiento científico. Los varamientos empezaron a proporcionar información valiosa sobre los ecosistemas marinos, mientras que los huesos se exhibían en exposiciones museísticas. Asimismo, el análisis de los restos ayudaba a recabar información ecológica, así como las consecuencias del impacto de las actividades humanas en los ecosistemas costeros. 

Falta de legislación internacional

Una de las principales trabas a la hora de garantizar la buena retirada de los cadáveres de cetáceos es la ausencia de una regulación internacional que homologue las respuestas a los varamientos. En algunos lugares se necesitan permisos oficiales para manipular estos restos, mientras que la retirada de los cadáveres se lleva a cabo por distintas partes interesadas, ya sean organismos públicos, empresas u ONG. En algunos lugares se lleva a cabo una investigación in situ y se deja que el proceso funcione de forma natural, mientras que en el otro extremo se elimina cualquier resto que suponga una mínima molestia para los bañistas. Por ello, alega Sánchez- Zapata, es importante plantear soluciones integrales, como la creación de espacios naturales en los que se prioricen las labores de investigación mientras se lleva a cabo el proceso de descomposición natural. 

Humanos y carroñeros, una relación de interdependencia

A lo largo de miles de años, las interacciones entre humanos y carroñeros se han saldado con un beneficio mutuo para ambas partes. En el medio terrestre, los humanos pasaron de ser cazadores-recolectores a practicar la ganadería, primero a pequeña escala y más tarde de forma extensiva.  Sin embargo, en cada una de estas fases mantenían una estrecha relación con los carroñeros, una conexión que se ha visto truncada en épocas más recientes. 

Por ejemplo, tras el brote de encefalopatía espongiforme bovina en Europa,  conocida como enfermedad de las vacas locas, la nueva normativa sanitaria exigía a la industria agropecuaria retirar los cadáveres de ganado de las granjas y transformarlos en plantas autorizadas, algo que no solo entraba en contradicción con las políticas llevadas a cabo hasta la fecha dedicada a la conservación de especies carroñeras, sino que también contribuía a generar una mayor cantidad de residuos y a aumentar la contaminación atmosférica.

Hace 10 años, un equipo de investigadores españoles publicó un estudio científico en el que trataron de cuantificar el impacto medioambiental que suponía deshacerse de la carroña del ganado, fuente habitual de alimento de los buitres. Los datos hablan por sí solos: la retirada del ganado y transporte de los cadáveres a plantas intermedias y de procesamiento se tradujo en la emisión de 77.344 toneladas métricas de CO2 equivalentes a la atmósfera, así como un coste de unos 45 millones de euros. Lo que para nosotros son desechos, para otras especies es un valioso alimento. Retirarlos precipitadamente no solo tiene un importante coste en términos de conservación, también tiene un importante impacto medioambiental, además de un gasto económico innecesario.

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