Tutankamón. Encontrar hoy a alguien que no haya escuchado este nombre o que no sepa de quién se trata es una tarea difícil.

Sin embargo, esto no siempre fue así. Hace apenas un siglo el faraón era un gran desconocido, pero todo ello comenzó a cambiar a partir del 4 de noviembre de 1922, gracias a la tozudez y tenacidad de uno de los pocos que sabían de su existencia: el arqueólogo británico Howard Carter.

Ese día un golpe de suerte recompensó la obstinación de Carter, quien había pasado los cinco años anteriores excavando en el Valle de los Reyes, sin hallar nada realmente relevante. Uno de los niños que repartía agua a los trabajadores de su expedición se tropezó con una inusual piedra.

El chico le informó a su patrón y éste comenzó a limpiar el terreno y se percató de que la piedra en cuestión en realidad era el peldaño de una escalera cortada en el lecho de la roca. Al despejar la tierra acumulada durante siglos se encontró con una puerta de barro estampada con sellos ovalados y jeroglíficos.

«¿Ve algo?», le preguntó a Carter el conde de Carnarvon, George Hebert, quien financió su aventura. «Veo cosas maravillosas», replicó el explorador una vez que derribó la puerta y asomó su cabeza al sepulcro.

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