La tristeza tiene mala prensa y esto no debiera ser una obviedad. Como la muerte con respecto a la vida, nada de lo que hacemos prescinde de la sombra, incluso la puñalada, del dolor. Alguna vez leí por allí que la esencia de la naturaleza es cruel y la de la humanidad, salvaje; la fragilidad, el amor, la ternura encuentran sus cauces en territorios más bien hostiles. Pero así es la cosa, ni buena ni mala; simplemente, es.

Doctora en Filosofía y especialista en Traducción, Renata Prati (Buenos Aires, 1989)indagó en el territorio de la depresión y la melancolía. Sin duda ligada con esa investigación, publicó recientemente Poetas del dolor. Dickinson, Woolf, Plath, Pastan (Omnívora Editora), una compilación que a través de la obra de cuatro enormes escritoras no busca hacer un elogio de la tristeza, sino, como indica Prati, encontrar el modo de “que sea también posible relacionarnos con el dolor por caminos otros que el del repudio”.

No son cualquiera, las cuatro autoras elegidas en la compilación. Emily Dickinson en el siglo XIX, Virginia Woolf, Sylvia Plath y Linda Pastan a todo lo largo del siglo XX, en cada una de ellas emerge no solo un modo de vincularse con la palabra, sino con su propia época, su origen de clase, los condicionantes de género

Prati, además, enlaza su investigación con la cuestión de la traducción (no casualmente entre algunas de las voces citadas en el prólogo del libro está la de Barbara Cassin). “Me pregunto entonces –escribe Prati– si habrá alguna afinidad entre la traducción y nuestro vínculo íntimo con el dolor, nuestros intentos de nombrarlo, comprenderlo, agotarlo, esfuerzos incesantes y siempre condenados al fracaso”. Y agrega: “Tanto de la poesía como del dolor se dice que son intraducibles; tanto la poesía como el dolor se traducen, todos los días, imperfecta e inagotablemente. Y tanto la poesía como el dolor se transforman en el movimiento de la traducción; solo que quizás, ahí donde el poema se multiplica, el dolor más bien se ablande.”

No son cualquiera, las cuatro autoras elegidas en la compilación. Emily Dickinson en el siglo XIX, Virginia Woolf, Sylvia Plath y Linda Pastan a todo lo largo del siglo XX, en cada una de ellas emerge no solo un modo de vincularse con la palabra, sino con su propia época, su origen de clase, los condicionantes de género.

La imaginamos a Dickinson, entre su jardín, el herbario y la vida interior que crecía y crecía dentro de las cuatro paredes que nunca abandonó; la imaginamos, sobria y recatada, escribir en la intimidad de su habitación: “El Poder no es sino Dolor –/ Que se Encalló – Disciplinado”.

O la vemos a Plath, en el invierno que en 1963 asoló a Londres como nunca; frío, soledad y poemas arrancados a la aridez del trabajo doméstico (porque no hay caso, por más que se esfuercen en inventarle islotes de creatividad y goce, nada menos chispeante que la monótona continuidad de la limpieza de la casa, las compras, las cuentas, la comida, el desayuno a tiempo, los niños en orden, y otra vez el piso y las ventanas, y la comida y las compras, y la cena y algo por reparar y la ropa que se lava se plancha se ordena, y así, en bucle, hasta arrasar con cualquier agenda, idea o deseo. En medio de esa rutina, días antes de encender la llave de gas que terminaría con su vida, Plath escribió: “La mujer ya es perfecta./Muerto su/ cuerpo lleva la sonrisa de lo cumplido,/la ilusión de un destino griego/ circula por los pliegues de su túnica,/y descalzos sus pies parecen decir:/basta, hasta acá llegamos.”

Es extraño, en la era de la sonrisa instagrameable, dejarse llevar por las voces de estas autoras. Leer los poemas de Linda Pastan, quizás la menos conocida, mujer nacida en el Bronx que abandonó la escritura para dedicarse a la vida doméstica, para luego retomarla en un gesto de decisión y voluntad que no cuesta imaginar. O Volver a las palabras de Woolf, a la que nacer en cuna privilegiada tampoco eximió del peso que alguna vez le hizo clamar por aquello del “cuarto propio”.

Leer sobre el dolor en tiempos tan trágicos como obsesionados con la alegría de cotillón: un gesto casi, podría decirse, contracultural.

 

Facebook Comments