Las biografías, se supone, toman como tema a figuras consideradas centrales. En el mundo anglosajón, donde el género es toda una industria en sí misma, en los últimos años surgieron también libros sobre figuras engañosamente “menores”, como el dedicado a Véra Nabokov –la esposa de Vladimir, figura decisiva en la vida creativa del autor de Lolita–, retratada por Stacy Schiff, o a Lucia Joyce, la incomprendida hija de James, por Carol Loeb Schloss.

En la Argentina no sobran las biografías archidocumentadas de grandes nombres literarios; sin embargo, se repite por suerte el fenómeno de otorgarle peso a figuras que cumplieron un papel importante, pero elusivo. Uno de esos trabajos –salió en 2016– es El traductor del Ulises, de Lucas Petersen, dedicado a José Salas Subirat, el primer traductor del libro de James Joyce. ¿Cómo es que un director de seguros que aprendió inglés solo con ese fin se embarcó en tamaña tarea ciclópea? La variopinta vida de Salas Subirat, más allá de la resolución de ese enigma, vale por sí misma para entender el magma cultural del siglo pasado argentino en sus principios, donde el entusiasmo autodidacta era un vector relevante.

Los Canto. Estela y Patricio: los enfants terribles de la literatura argentina, de Daniel Mecca (Buenos Aires, 1986), se centra, por su parte, en un dúo de hermanos que dejaron huella, asumiendo esa tarea de escuderos literarios que existen en toda época y lugar. Patricio Canto fue un traductor impecable (varias fuentes del libro coinciden en que a sus versiones no había que tocarles una coma) y autor de un único libro iconoclasta, en que apuntaba sus dardos contra José Ortega y Gasset, palabra santa en aquellos tiempos, en particular para Victoria Ocampo. También Estela Canto fue traductora, pero además novelista y una activa participante de la escena cultural. Hacia el final de su vida tuvo una rentrée polémica con la memoria Borges a contraluz, en la que narraba con franqueza sus vínculos con el escritor. Canto fue aquella novia a la que Borges le dedicó “El Aleph” y cuando el escritor le propuso matrimonio le respondió que para eso antes tenían que acostarse, algo que no sucedió.

Mecca no construye una biografía clásica, de esas que de manera previsible empiezan con el nacimiento, van intercalando referencias a las obras, y terminan con la muerte. Hacia el final del libro, asume que, más que narrar y juzgar, buscó mostrarlo todo: “Cotejar lo publicado, chequear en múltiples fuentes y reportajes y sobre todo preguntar, no quedarse con lo dado”. Más allá de los hallazgos puntuales, ese collage deliberado de alguna manera conserva el misterio de sus dos biografiados, que no quedan reducidos al expediente de dos vidas simplemente contadas.

Ser enfant terrible en la Buenos Aires de los años cuarenta y cincuenta no era tan difícil ni extremo. A los hermanos Canto les bastó con ir un poco contra la corriente, cargados de su ironía frontal. Cercanos al grupo de la revista Sur, donde colaboraron en un comienzo, se volcaron más tarde a la izquierda del viejo partido comunista. Eso les valió un enajenamiento parcial, pero no absoluto.

Las provocaciones de Estela pasaban por la libertad de sus intervenciones y sus actitudes, anticonvencionales para la época, incluido el consumo sin conflictos de alcohol. A aquella respuesta a Borges –que derivaría en un alejamiento roto esporádicamente más tarde– se le suman las maniobras dentro de Sur (en sus disputas con Héctor A. Murena, la figura en ascenso). Patricio era un personaje más secreto y reconcentrado, como se desprende de los diarios hallados por Mecca, quizá torturado por no haber hecho la gran obra que se esperaba de él.

El autor de la biografía se plantea su trabajo como un detective obsesivo, que lo lleva a hacer guardia delante del departamento de la calle Tacuarí (un gesto de optimismo, después de tantas décadas) en que los Canto vivieron durante mucho tiempo: un lugar caótico, al parecer, donde recalaban personajes variados. También se embarca en una larga búsqueda para corroborar si –como decía Estela– de verdad descendían “de uno de los treinta y tres orientales”.

La leyenda de una relación incestuosa –que se repite a lo largo del libro– no encuentra corroboración: tal vez haya sido propalada por los propios Canto. También figuran los muchos amores de Estela, incluido el último, un belga al que designaba como su marido aunque estaba casado y vivía con su mujer oficial.

Un detalle que marca la fama de los hermanos fue la estratagema fraudulenta que idearon para hacerse con un premio de novela de LA NACION, en cuyo jurado figuraban, entre otros, Borges. Luz era su nombre repartía guiños según los intereses que podían llamar la atención de cada miembro del jurado. El problema surgió cuando la persona reclutada para presentarse por ellos no distribuyó lo cobrado. O quizá antes: cuando los Canto se encargaron de divulgar precursoramente la broma.

El libro de Mecca contiene muchos testimonios intercalados (de Alberto Manguel, Hugo Beccacece, Juan José Sebreli, entre muchos otros). También figura Miguel de Torre, sobrino de Borges, que le escribió a Estela una carta (que se reproduce completa) en que le señalaba algunos errores sobre Borges a contraluz. La relación con el autor de “El Aleph” (manuscrito que este le regaló y ella más tarde subastaría) y la propia figura del escritor se llevan buena parte del volumen, incluido el aparente encono que por ella tenía Leonor, la madre de Borges.

Algunas anécdotas se repiten a lo largo del libro, casi como un ritornello que acentúa las aristas legendarias de la historia, pero en los anexos –cumpliendo la idea de mostrar antes que emitir juicios– algunos puntos cobran, también mediante testimonios, mayor relieve. Se aborda la traducción que hizo Estela Canto de la mayoría de los volúmenes de En busca del tiempo perdido (juzgada por los especialistas como superlativa) o su paso por redacciones de publicaciones comunistas (donde, entre otros, se tuteó con Andrés Rivera). María Rosa Lojo describe en un diálogo con el autor las novelas de EC, que “construyen el juego entre lo cotidiano y lo sobrenatural” y que, según Lojo, en su busca de romper los mandatos de género, podrían ser hoy mejor apreciadas “en tiempos en que triunfan autoras como Mariana Enríquez o Samantha Schweblin”.

Los Canto

Por Daniel Mecca

Emecé

364 páginas, $ 25.900

 

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