La inclusión de la Argentina en el mapa latinoamericano del narcotráfico estriba de un proceso histórico tardío. Coincidió con la gran reconversión del negocio a raíz del derrumbe de los grandes carteles colombianos a principios de los 90, y la reestructuración del rol intermediador de México como paso de la cocaína andina a EE.UU. en los 2000, que ya acumulaba una vasta trayectoria como fuente de marihuana y opiáceos. La ofensiva militar en contra de la federación de “plazas” del presidente Felipe Calderón (2006-2012) los indujo a reconvertirse, pujando por el control de los pasos a los mercados consumidores norteamericanos.

De resultas que el negocio transitó de las grandes organizaciones que abarcaban todo el ciclo productivo –como, por caso, los carteles de Medellín o Sinaloa– a otras más reducidas, bajando y modificando el perfil de sus jefes: de vistosos caudillos paternalistas y benefactores a un staff de empresarios profesionalizados en las nuevas tecnologías comunicacionales, logísticas y financieras. Las minimalizaron y segmentaron a la manera de varios ciempiés. Luego procuraron trazar derroteros de salida alternativos a los tradicionales del Caribe. Como había ocurrido con la plata potosina en el siglo XVIII, la Argentina cobró desde entonces una nueva importancia estratégica.

Por razones ecológicas, no somos un país apto para la producción de coca, opio o cannabis; pero sí un territorio óptimo para el despliegue de la nueva secuencia del tráfico. Poseemos una red interconectada de rutas entre nuestras grandes urbes que facilita radicar a socios acopiadores que reciben y despachan cargamentos solo reconociendo a sus proveedores y clientes y no al conjunto de la organización. Sus terminales son Rosario y los pequeños puertos privados del sur santafesino y el norte de la PBA a la vera de la Hidrovía. Otro eje comunica a Bolivia y Paraguay con el puerto brasileño de Santos, donde operan organizaciones poderosas imbricadas con Paraguay, nuestro Nordeste y Chile.

Colombianos y mexicanos les pagan a sus socios locales en especie habilitando su desdoblamiento como grandes proveedores del mercado interno. Suelen ser las cabezas de antiguas bandas especializadas en otros rubros reconvertidos en distribuidores por los lucros diferenciales respecto de su core business. Gente con códigos y vastas experiencias en establecimientos carcelarios: sedes de relaciones, contactos, sociedades y aprendizajes. El problema es la inestabilidad de sus cadenas inferiores, cuyo último eslabón se recluta en la pobreza marginal: allí se disemina en miles puntos de venta a cargo de “soldados” en permanente movimiento, también atraídos por sus ganancias siderales respecto de cualquier trabajo legal.

Si son bandas familiares, cooptan a adolescentes desafiliados a los que les confieren una oportunidad identitaria facilitada por la “cultura del gueto”: ropa, música, motos, autos de alta gama, y un panteón de religiosidades. Y suelen estar conectadas con las barras bravas de los clubes deportivos, que también contribuyen a darles sentido de pertenencia en un ámbito en el que la pasión del espectáculo se asocia con el consumo de grandes cantidades de estupefacientes. Y cuyos servicios son altamente cotizados por políticos, empresarios y sindicalistas. El síndrome se completa con el ascenso cómodo del país entre los mayores mercados consumidores del mundo.

La ubicación estratégica de Rosario se articula con procesos de su historia económica y social reciente para confluir en la tragedia actual. Desde fines de los 60, se venían radicando en el sur de la ciudad contingentes de inmigrantes internos procedentes del quiebre de economías regionales o países limítrofes. En barrios como Las Flores y La Granada se incubaron poderosas bandas delictivas enfrentadas en recurrentes guerras territoriales. Pero no fue sino a principios de los 2000 cuando se empezaron a involucrar con las cadenas de proveedores del NOA y Bolivia, en coincidencia con la citada reconfiguración continental del rubro, y el auge sojero y de las commodities alimentarias.

Ahí, los caminos se bifurcan. Por un lado, los grandes distribuidores –muy vinculados a la policía provincial y al poder judicial– se encargan de las operaciones de embarque retribuidas por los brokers continentales con una porción marginal de la cocaína que luego prosigue camuflada con destino a Europa vía África o Asia. La droga que queda en Santa Fe se reparte entre la policía que les garantiza seguridad, eleva los peajes hasta niveles judiciales y políticos venales, y cubre la venta a las barras bravas y los proveedores de las bandas al menudeo. El circuito funcionó aceitadamente desde principios de los 2000. Pero hacia 2013 detonó una nueva seguidilla de guerras en las villas del sur de la ciudad que acabó con la mayoría de sus jefes muertos o detenidos. Estos últimos siguieron, no obstante, regenteando a sus subordinados desde las cárceles, protegidos por el servicio penitenciario.

Las bandas se minimizaron y fragmentaron hacia las segundas y terceras líneas de parientes o allegados, comandadas por adolescentes despiadados, ávidos de prestigio por sus proezas criminales en la disputa anómica de bunkers y bocas de venta. La policía provincial les libera sus territorios dándoles vía libre a las extorsiones a comerciantes, secuestros, asaltos callejeros y, últimamente, asesinatos a mansalva, por medio de los que envían mensajes a sus poderosos encubridores. Pero llegados a este punto, es necesario establecer algunas salvedades apuntando a la especificidad del caso y evitando comparaciones extemporáneas. Más útil es advertir, en cambio, los peligros potenciales de viralización del fenómeno rosarino en otros conurbanos calientes como los de Córdoba y el GBA.

Las pandillas operan solo en el mercado interno conjugando la cocaína comprada a los distribuidores –o pagada por sus servicios auxiliares– con la narcopducción de “pasta base” que se “cocina” con precursores químicos, y con cuyo residuo se produce el pako: la droga que potencia su violencia criminal. Esos proveedores recorren otro circuito menos visible pero igualmente activo: son cuentapropistas que atraviesan clandestinamente las fronteras. El ejercicio del terror por las gavillas rosarinas poco tiene que ver con la organización de Pablo Escobar en Colombia o Los Zetas mexicanos, por poner dos casos emblemáticos. Sus vínculos con los brokers internacionales son, hasta ahora, solo operativos. Existen, sí, indicios de ciertos enlaces solidarios con sicarios de clanes del AMBA o Córdoba que pueden complicar la situación reproduciendo el “efecto globo”.

La violencia anómica rosarina perturba, sin embargo, a los grandes exportadores regionales que requieren orden en su retaguardia. Los grandes operativos conjuntos entre fueras provinciales y federales son indispensables para recomponer el control territorial en defensa de la ciudadanía. Pero pierden eficacia si no se incursiona en sus negocios de blanqueo que, por ahora, se reducen a la comercialización de vehículos, la gastronomía y las grandes construcciones. El riesgo es que el fracaso del Estado induzca a las grandes bandas internacionales –sobre todo, las brasileñas y paraguayas (principalmente el Primero Comando da Capital paulista y el Primer Comando de la Frontera)– a intervenir según sus propios códigos y con su sofisticado poder de fuego e inteligencia. Sin duda, un riesgo para la soberanía nacional; y aun para sus propios patrocinantes políticos y judiciales.

Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos

 

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