Estos días, por diferentes motivos, muchas personas me confesaron que no estaban seguras de si la tarea a la que le dedican sus vidas era o no importante. Confesión que en realidad escondía una pregunta. ¿Te parece importante esto que hago? Pregunta que a su vez te pone en una situación incómoda y te deja pensando. ¿Cómo responder a algo así?

Renunciaré a la etimología, porque, al menos en español, la palabra importante ya la trascendió hace mucho. Originalmente, significaba que hacía algún aporte, sobre todo en un debate. Ahora se ha convertido más bien en algo conveniente, significativo, incluso interesante o destacado. Resumo: es una palabra comodín. Pero un comodín con siglos de buena prensa. La importancia suena importante.

Es también una gran guadaña ideológica que siega, sin piedad y sin preguntar, todos aquellos sueños que no parecen trascendentales o notorios. Una pena, porque si uno se lo pone a pensar, la importancia depende del contexto. Dada la escala del universo, ¿hay algo humano que resulte más o menos importante? Lo dudo. Además, siempre habrá alguien que hace algo más importante que uno y también estará el que hace algo menos importante. No suele verse, sin embargo, que las vidas están siempre entrelazadas y que la labor de cada cual depende de las de muchos otros. Tendemos a darnos cuenta de esto solo cuando falla algún servicio esencial. O cuando nos traiciona la salud. La importancia tiene un talón de Aquiles: las prioridades.

En una de estas charlas se me ocurrió un parámetro más objetivo, quizá más justo, para juzgar si lo que hacemos es o no frívolo, superficial, nimio, superfluo o redundante. Mal o bien, todos compartimos un poco ese miedo. Así que le sugerí a mi interlocutor que en lugar de pensar en la importancia se fijara en las sutilezas.

Somos el único ser vivo en este planeta que puede permitirse sutilezas. Todos los demás, incluso aquellos en los que nosotros vemos detalles delicados y una complejidad exquisita, no pueden darse este lujo. La sutileza reside en la consciencia humana, la buscamos adrede en todas las artes y es un requisito de las ciencias. Muchas cosas nos hacen humanos; las sutilezas nos definen. Y definen lo que hacemos.

Las vamos a encontrar en la Sonata para piano No. 14 de Beethoven y en el Carmen 85 de Catulo, pero también en un tiro libre, cuando la pelota describe una graciosa curva, rodea la barrera y se clava en el ángulo menos esperado gracias al efecto Magnus y el principio de Bernoulli. Como saben, no soy aficionado al fútbol, por eso recurro a este ejemplo. Porque es fácil restarle importancia a lo que no nos interesa, ponerlo en un marco de referencia demasiado grande y de ese modo descalificarlo. Pero cuando patea la pelota de cierta forma, para que rote sobre su eje, haya por lo tanto una diferencia de presión entre ambos hemisferios y como consecuencia su trayectoria se combe virtuosamente y burle a los defensores y al arquero, sepa o no los nombres de los fenómenos físicos involucrados, el jugador está siendo sutil. Quizá en el gran mapa de la historia humana su golazo no sea importante, pero ningún otro ser vivo aprovecha a consciencia la dinámica de fluidos.

Por desgracia, hace mucho que la sutileza cayó en desgracia. Se la confunde con un prurito innecesario o con los escrúpulos del timorato. Se la juzga suntuaria, una ostentación para la que no hay tiempo, francamente, porque tenemos problemas más serios. De este modo, los problemas no hacen sino multiplicarse, porque Dios está en los detalles, y sin sutilezas volvemos, literalmente, a la ley de la selva. Al final, atontados por los sinsabores y la adversidad, nos empantanamos en eslóganes, lemas, verdades irrefutables y un maniqueísmo devastador al que, para ser un poco más sutiles, llamamos “grieta”. Pero que es en realidad una forma de regresión o de ceguera.

 

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