El sitio de origen no siempre es el lugar donde uno nació o se crió. Se construye con el tiempo. Hay una especie de fuerza centrípeta que algunas locaciones dejan en el alma. Cuando te vas de allí, sentís que algo de vos no parte. Algo de eso le pasó a Elizabeth Galarco, quien nació en Buenos Aires, pero por cuestiones familiares se fue a Puerto Madryn de chica y volvió en varias ocasiones. De joven, se recibió de economista.

Elizabeth trabajó por años en puestos corporativos de alto vuelo hasta que en Capital conoció a quien sería su marido: uno de los hijos de quien inventó Madryn como destino. Decidieron formar su familia en aquella ciudad y allí se instalaron. Ella se abocó a trabajar en proyecciones financieras y análisis de factibilidad económica.

Exitosa en lo suyo, crió tres hijos. Pero, casi en silencio, anidaba una ilusión: siempre había soñado con tener su propio bar. Llegando a los 50, dejó los números de manera definitiva, diseñó el bar más cool de la ciudad de Madryn, que abrió con una arquitectura increíble. El local te permite desayunar viendo a las ballenas en el nuevo Ecocentro de la ciudad. Lo llamó como su temperamento: “Brava”.

“Si bien nací en Buenos Aires, alrededor de mis 5 años, mi papá empezó a trabajar en Aluar y nos mudamos a Puerto Madryn. Tengo muchos recuerdos de jugando en la playa y en la vereda, vivíamos en el barrio con el resto de los empleados de la compañía y el colegio estaba ahí mismo”, rememora Elizabeht.

Las tres mujeres y el varón de la familia vivían con papá programador de computación y mamá que se quedaba en casa, mientras Elizabeth practicaba gimnasia deportiva. Amaba dar vueltas en el aire todo el tiempo en todos lados.

Cuando cumplió los 11 años la familia se volvió a Buenos Aires. Se instalaron en Adrogué. “Fue una etapa genial, pero con muchos cambios, mudanzas a Capital, vueltas, mucho cambio de colegio que no estaba bueno para nada -sigue-. No recuerdo bien que quería ser de grande, pero sí que quería trabajar en una gran empresa, viajar, me veía muy ejecutiva”.

Para cuando estaba terminando la secundaria, se volvieron a Puerto Madryn y ella lo recuerda como un momento durísimo. No quería saber nada de dejar a sus amigos. Recuerda haberlo pasado muy mal. Fue sólo un año y medio, porque los padres de Eli hicieron una intentona por su cuenta que no resultó, y debieron volverse, esta vez para a vivir en Longchamps. Ella recién terminaba la secundaria y se inscribió para estudiar economía en La Plata, pero “necesitaba trabajar”, recuerda. El primer puesto fue de cadete de bancos en Capital Federal. El amor por la banca se hizo presente y cambió de carrera para estudiar Finanzas en la UADE.

Un trabajo llevó a otro y el ahorro le permitió mudarse a Capital para evitar las tres horas diarias de viaje. Fue en ese tiempo cuando en un partido de rugby conoció a quien sería su marido, Guillermo Paats, oriundo de Madryn, para cumplir con lo que el destino tenía prefijado. Pero sólo se vieron. “No era el momento”, cuenta ella. El es hijo de Willie, a quien se conoce como “el dueño del turismo” de la ciudad patagónica y cuyo bisabuelo llegó al país como representante de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.

La partida de nacimiento

Un año más tarde, una de sus amigas la convocó a Eli para pasar un fin de semana ¿en dónde? En Madryn, ¡claro! Fueron a navegar buscando ballenas. Allí se cruzó con Paats otra vez. En esta ocasión él no la dejaría escapar (el encuentro con esa morocha en el recital un año antes para Guillermo no había pasado desapercibido). Una semana después él viajó a Buenos Aires y empezaron a noviar.

Al año se casaron, luego nació Camila y con ella bebé decidieron vivir en Madryn. Se fueron en el 2000 y apenas empezado el año siguiente se enteró que estaba nuevamente embarazada, ¡de mellizos! Llegaron Guille e Isa.

“No fue fácil -relata-, la situación del país era compleja, estaba lejos de mi familia, mi profesión no era fácil en la zona…. Fue una época de tres bebes, tres mamaderas, tres pañales, todo al mismo tiempo. No dormía, los Melli ocupaban mucho espacio y Cami aún era bebé. Fueron tres años de full mami”.

La nueva partida de nacimiento, la informal, estaba hecha: Elizabeth se convirtió en madrynense.

Cuando los mellizos cumplieron tres años empezó a trabajar como consultora, abrió un estudio donde hacía evaluación de proyectos, proyecciones financieras, análisis de factibilidad económica, pero tenía muy poco trabajo.

“Es más sencilla la vida familiar y laboral en ciudades como Madryn, los tiempos de traslado son más cortos, todo está cerca, te permite volver a tu casa y almorzar con los chicos. No son jornadas de 12 horas fuera de casa para llegar a la cena y nada más. Ir a los actos del colegio es posible, todo es a 15 minutos, es más amigable. Corrés todo el día, en general sos el taxi que lleva y trae todo el día, todos los días, pero estas ahí, corriendo con ellos. Mirando atrás eso hace mucha diferencia”.

Para ella los desafíos profesionales hoy se combinan con la maternidad y cada día le permiten más compatibilidad. “La pandemia nos cambió, los padres están super presentes, las tareas, los horarios se negocian, nada está definido y cada familia acomoda sus horarios y necesidades a la vida familiar. No estoy segura si es mejor que Buenos Aires, creo que es diferente, son elecciones de tipo de vida. Veo mucha gente en Buenos Aires que también puede compatibilizar su vida familiar con el trabajo. Todo se volvió mas flexible”.

El sueño escondido

La consultora finalmente prosperó. Trabajó para el Estado, para empresas privadas y para ONGs. Finalmente se sumó a estructuras de gobierno, aunque siempre en su área. Se involucró en proyectos de ambiente, turismo y economía. Pero había un runrun interior que la inquietaba. Fanática del café, siempre estaba buscando lugarcitos que tuvieran algo, que transportaran a otro sitio. “La gastronomía me encanta, estudié pastelería, aunque aún no termine la carrera”, cuenta.

Durante la pandemia estaba trabajando en una empresa en la ciudad de Trelew, viajando todos los días 60 km, para estar allí a las 7 am, aunque con los chicos ya en la facultad en Buenos Aires. Pero soñaba con tener algo propio que le permitiera manejar sus horarios y, además, poner sobre la mesa ese placer del café y la cocina.

Intentó varias veces, pero no tuvo suerte, hasta que se encontró con que se licitaba la confitería del Ecocentro. Un sitio mágico casi a la salida de la ciudad, que te enfrenta a las ballenas casi sin esperarlo. A los 50 se animó a tirarse a la pileta, y ganó. “La mayoría no le tenía fe, consideraban que estaba lejos, que no era de interés… pero yo lo veía diferente”, dijo.

Con la ayuda de sus arquitectos planeó un lugar cálido, pero no de verano. Quería que se mimetizara con el ambiente, que la paleta de colores no cambiara lo que me mostraba la naturaleza. Que fuera innovador, pero que no fuera un comedor, moderno, pero no rígido, que tuviera espacios diferentes, que permitiera descubrir tanto el exterior como el interior, “pero que principalmente cada detalle desde el momento que entrás, te lleve a querer y sentir el mar. Como ese balcón al Golfo que no podes dejar de mirar”.

Y lo lograron. El camino que serpentea hasta el ingreso se enfrenta a las olas. Mientras avanzas escuchas el mar que suena como la melodía que te introduce “Brava”, el sitio que creó Elizabeth. La familia acompañó, cada uno aportó sus opiniones. El vértigo fue fuerte, pero cierta liviandad que otorgan los hijos grandes dio espacio a disfrutar del sueño. “Cada momento fue un aprendizaje, pero estoy encantada . Elegí tener una carta acotada, natural, con excelentes sandwiches e impecables ensaladas. Una pastelería genial que cocino en el mismo sitio cada día. La economía tuvo su momento de esplendor y me sirve para manejar mi nuevo negocio, pero esta etapa de mi vida es el café. Esa pasión que me acompañó toda la vida”, concluye.

 

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