En la cúpula de una torre art decó con vista privilegiada al epicentro de Buenos Aires, vive una artista que acaba de terminar la obra que llevará al encuentro más célebre y deseado del mundo. Serán 24 metros lineales en la muestra central de la Bienal de Venecia. Hasta hace poco, la Chola Poblete apenas veía a un asistente ocasional y se hacía señas de luces con dos amigos desde su ventana. Vivía encerrada en su torre, trabajando día y noche. Ahora, hay en su departamento unos stilletos rojos dejados al paso y restos de sushi en la mesa de mármol que se ocupa de limpiar antes de dar esta entrevista. “Quiero lograr que viajen mi mamá y mi hermana. Sería la primera vez que salieran del país”, dice mientras lava los platos.

Hace tiempo que se fue de Guaymallén, Mendoza, y no pasó tanto más hasta que llegó a la cima del arte, se codeó con la reina Letizia y tuvo a Berlín a sus pies. Nada mal para una chica trans que debía travestirse en Mauricio para conseguir que le alquilaran un monoambiente. Ahora de su vivienda se encarga la galería que la representa, Barro, y éste es su momento. Prepara las valijas para ser una estrella en la ciudad de los canales con looks armados por marcas que quieren vestirla y joyeros que la adornan por canje. Quién le da brillo a quién.

Pensaba llevar tres obras, pero en diciembre visitó Venecia y el curador de la 60ª Exposición Internacional de Arte, Adriano Pedrosa, le dijo: “Te veo entusiasmada y sé que vas a trabajar duro. Te voy a dar 24 metros, toda esta pared”. Envió entonces siete acuarelas grandes recién salidas de su taller, un textil (un aguayo que remite a la bandera de los Estados Unidos, que en vez de estrellas tiene un camuflado) y una fotografía de 2014 donde se la ve amamantar en una carnicería, que requirió una producción tamaño cine. Después, por dos meses no salió del departamento. “No podía ni dormir”, recuerda. De sol a sol, frente al papel. Como una Rapunzel cautiva y hacendosa, el pelo le llega ya a la cintura. No se explica cómo logra dibujar y pintar con tanta precisión con esas uñas de gata.

–¿Cómo son esas vírgenes?

–La composición siempre está armada alrededor del centro, que es una Virgen. En el andar voy imaginando y agregando elementos. Por ejemplo, una de las que voy a llevar a Venecia es una Virgen que es Evita y arriba hay un símbolo de un león que está tachado… Un choripán, un colibrí, “el que corta no cobra”, Maradona, un tinto, cumbia, la Ruta 40. En otra, aparecen la banana de Cattelan y dibujos del indio Guamán Poma. Todo así, con símbolos, nada muy explícito, pero es una obra muy política. Otra es una Virgen trans, que es un chico y le hice los cortes de haberse sacado los pechos. Me parecía que estaba bueno incluir a una masculinidad. Me inspiro en las marchas que veía siempre por la ventana cuando vivía en Congreso y las que veo ahora en el Obelisco, y también en la historia del arte, que miro mucho cuando estoy produciendo. Por ejemplo, la obra de León Ferrari. Me puse a estudiar la Nueva Figuración, y me volví loca con Rómulo Macció. Buscaba algo para poder decir afuera, porque si bien yo ya sé cómo es mi trabajo, cuál es mi misión, quería ser una vocera de lo que está sucediendo, con todas estas cosas políticas del nuevo gobierno. Hay muchas cosas ahí expuestas, ya no es todo tan íntimo.

–¿Qué escribís ahora en tu cuaderno?

–Escribo mucho. En esta página, la historia de un chongo que me rompe el corazón. Nos hemos visto unas cuatro veces: la primera vez, volamos; la segunda, me enamoré; las otras dos, no terminé. Después, hice los bocetos de un proyecto de solo show que vamos a llevar con Barro a Art Basel en junio. Cuerpos de pan de tamaño real y una estructura que los enmarca, como un retablo.

–¿Una mezcla de instalación, performance, escultura y pintura?

–Todo. Es lo que estoy intentando hacer. Mezclar todo.

La Chola semidesnuda es una Venus de Botticelli que posa hierática. En otra foto es la modelo del ícono pop de Eduardo Costa, la oreja de oro, pero su versión es de pan. En otra postal es una cholita humilde de trenzas y bebe apretado en la espalda con un aguayo. También puede ser una reina Inca o una soberbia modelo de alta costura con labios violetas. Chola de gala en raso y puntilla, galerita y moños: esa fue la imagen que la hizo saltar a la fama, con la performance en la que pisoteaba con sus tacos blancos un tendal de papas fritas de paquete en arteBA 2017. American Beauty se llamó aquella performance.

“Ha sido todo muy rápido, entonces lo único que he hecho es tratar de concentrarme en lo que realmente me importa, que es el arte: producir y también tratar de cuidar este espacio de taller en donde me cuestiono temas, sigo pensando”, dice.

Las siete acuarelas son de la serie de las Vírgenes cholas. En 2022, presentó las primeras dos en una exposición individual en el stand de la galería que la representaba, Pasto, en feria Arco de Madrid, y a su majestad Letizia le impactaron. Entonces, la quiso conocer. Ella, chola de tacos altos y poncho negro, el pelo de india orgullosa recién lustrado, los labios pintados, dejó de lado los protocolos y le espetó a la monarca: “¿Qué tal? Acá estamos, quinientos treinta años después”.

Se quedó helada, pero enseguida se descomprimió el encuentro, se acercó, la agarró del brazo y se quedó un buen rato escuchando a la Chola hablar sobre su trabajo. “Yo quería llevar un mensaje político sobre la Conquista”, explica. Ser una chola, ese nombre artístico que adoptó desde sus primeras performances, es ser latinoamericana. Descendiente de bolivianos, su transición fue dentro del mundo del arte. “Es un orgullo y me identifico con eso”, dice.

–En Berlín, tu cara empapelaba las calles. Ganaste el prestigioso premio Artista del año 2023 del Deutsche Bank, y tuviste una muestra individual en el Palais Populaire.

–Fue realmente un desafío porque, primero que nada lo es salir de la Argentina con una muestra, con todo lo que implica de producción. Pensar la obra, tratar de que el mensaje sea el que uno quiere dar y que también se vuelva algo más universal, que se pueda entender. Para mí fue una experiencia hermosa y todo salió bien, por suerte. Superó mis expectativas porque era un espacio bastante grande en donde tomé decisiones de cambiar toda la arquitectura. Me di el lujo de llevar obra inédita, que por los tiempos pensaba que no iba a llegar, pero lo logré e hice desde fotografía hasta dibujos, acuarelas, esculturas de pan e instalación. También, junto a Lola Bhajan, hice una performance en donde hablaba un poco del Manifiesto del Pop Andino, que me inventé. Se trata de la identidad y de romper con esta cosa de lo binario del género, que es algo que me interesa porque lo atravieso.

–Es algo que estás llevando a otro nivel, como modelo de una marca de ropa, en tapas de revistas… hasta la reversión de Fashion Fiction I de Eduardo Costa.

–Me hubiese gustado estudiar Diseño de Indumentaria, siempre desde el lugar creativo. Esa obra, la de Costa, a mí siempre me generó todo lo que es el arte, siempre aluciné con la generación pop de la Argentina y esa obra la tenía muy marcada. Desde la primera obra que hice, siempre busqué hacer una versión mía de obras clásicas, icónicas y ésta me parecía súper importante y traté de darle un giro. En ese momento, estaba experimentando con el pan –todavía sigo haciéndolo– y salió esta oreja. Tuvimos la posibilidad de intercambiar e-mails con Eduardo y él estaba súper contento con la obra. Para mí es un orgullo.

–¿Publicaste tu primer libro con el Museo de Arte Moderno?

–Fue a partir de una muestra que se titulaba Ejercicios del llanto, curada por Victoria Noorthoorn con dibujos que realicé en 2014 a modo de diario íntimo. Estaban en un cuaderno y nunca los pensé como obra… eran ejercicios justamente de una situación que yo estaba atravesando con mucha angustia. Esa muestra fue un antes y un después y éste es mi primer libro. Tengo que agradecerle mucho a Gaby Conte y a su equipo. Lo más lindo que me sucedió es que el libro reúne estos dibujos con poemas que Fernando Noy escribió para cada uno. Nunca había escrito para alguien, inspirado en dibujos, me contaba Noy. Estoy tocando el cielo. Aquel diario no tenía muchas palabras, son dibujos abstractos de líneas y puntos. Yo estaba con una depresión grande, porque había conocido a mi papá hacía poco. Él dejó a mi vieja cuando yo tenía meses, y el abandono me quedó muy marcado. Un vacío que se repite en otros vínculos y siempre está ahí resonando: me va a dejar, me va a abandonar… ese fantasma.

–¿Lo conociste como Chola?

–No, era muy joven, tenía 18 años. Ahora tengo 34. Yo sabía que vivía en Chile y lo fui a buscar. Tratamos de tener un vínculo durante un año. En el medio, conocí otras hermanas de distintas madres, que él también había abandonado. Horrible. Yo quise recomponer esa relación, acercarlo a sus otras hijas. Una mochila que me cargué, de querer resolverle la vida a todos. Le pregunté por qué se había ido y me dijo que porque lo sentía, pero sabía que iba a volver. Y nunca volvió.

–Entonces creciste con tu madre y una hermana, que es la que querés llevar a Venecia.

–Con mi mamá, mi abuela y cinco o seis tías. En ese momento, todas solteras. En Guaymallén, muy barrio. Mi abuela, una mina muy heavy. Mi abuelo se murió a los 33 años. Se contaba que cuando era chico, en Bolivia, había encontrado una figura de una virgen enterrada en el suelo. Se la llevó y le dijeron que tendría que rendirle culto: si te encontrás una virgencita siempre tenés que rendirle culto. No hizo eso. Era un pendejo, y la tiró y se rompió. Entonces, le dijeron que lo iba a perseguir una maldición. Y creció con esa idea. Se murió electrocutado, a la edad de Cristo, y cuando agonizaba él decía: “Esto es por la Virgen”. Entonces, yo crecí con respeto por la Virgen por este mito familiar de lo poderosa que podía ser esta figura. Mi abuela quedó pobre, en depresión. Mis tías fueron formando pareja y se fueron abriendo. Un ambiente de muchas mujeres.

–Ahora se entiende tu obra centrada en la Virgen.

–Un día me compré un rollo para hacer acuarelas grandes. Estaba a punto de llegar a los 33 años y me empezaba a dar miedo este karma. Hay que romper con esto, pensé. Entonces me propuse hacer treinta y tres vírgenes, para que mi abuelo pueda descansar. Ahí empecé con la serie. Debo tener como veinte. Me propuse hacerlas para sanar.

–Otro tema recurrente es la papa.

–Yo juego con eso. Dibujo una papa, y pongo una tilde. Y hablo de lo otro. En aquel cuaderno del llanto son muchas papas que se van deformando y son como bolas de pelo. En un momento yo no podía dormir y me ahogaba de la angustia, y era esa sensación de tener una pelota de pelos en la garganta. Los dibujos estaban en un cuaderno, pero a uno o dos los había escaneado y agregado a mi dossier. Cuando entré en Pasto Galería, no le dieron importancia. Yo tenía mi propio dossier y el de la galería tenía el suyo aparte. En pandemia, el Museo de Arte Moderno me invitó a hacer un videíto para redes, y yo le mandé mi dossier al curador, Javier Villa. Él se lo dio a la directora, Victoria Noorthoorn, y ella me dijo que quería esos dibujos. Estaban en un cuaderno en Mendoza. “Viajá y buscalos”, me dijo. Cuando lo traje, me junté con un curador y desarmaron el cuaderno y me dijo “acá tenemos una muestra”. Yo no podía creer, hubiera querido hacer otra cosa para mi primera muestra en el Moderno, ¡eran de 2014! Pero me dijo que confiara en ella. Y así lo hice. Fue súper porque fue como darle oxígeno a todo lo que venía haciendo, que era mucha cháchara, mucho símbolo, mucho color.

–Ha sido todo un poco vertiginoso, ¿no?

–A veces no tomo dimensión de todo esto. Trato de no pensarlo mucho. Lo hago. Me mando a hacer. Me ofrecieron esta casa, mega, y dije ¿cómo la voy a mantener? Mi otro departamento, frente al Congreso, cada vez que cobraba algo, adelantaba meses. Así que no lo dejé. Ahí están mis cosas reales, mis muebles, lo que fui comprando con mi trabajo –en la cúpula nos sentamos en una mesa y sillas de bronce, obra de Luna Paiva, y en las paredes hay obras de artistas como Leandro Erlich y Max Gómez Canle, todo del coleccionista que le alquila a la galería–. Cuando me ofrecieron esto, yo le di mi departamento a mi mejor amiga Valen (Valentine de la galería Valeries Factory). Karma: ellos me ayudaron, yo ayudo a otro.

–¿Cómo fue tu camino hasta llegar a ese departamento frente al Congreso?

–Cursé la licenciatura en Artes Visuales en Mendoza, con Alfredo Dufuor, Andrés Piña, Jimena Lusi, Valentine… un grupo de artistas que querían hacer cosas. Jime y Facundo Díaz tenían la galería Imagen Accesible. Yo venía haciendo cosas, performances, muestritas colectivas. Iba a los bares y pedía permiso para poner mi obra y traer gente: le habíamos puesto ArteBar, en una calle de muchos bares. Nos daban las paredes, poníamos obras, llevábamos gente que consumía y a nosotras nos daban tragos. Tenía 19 años, en 2008. Queríamos hacer cosas. La facultad era como ir a un taller, aproveché todo y aprendí todas las técnicas. Estuve como ocho años. Mi sueño ahora es tener una prensa y hacer grabado.

–¿Cuándo viniste a Buenos Aires?

–Para el arteBA de 2017, Imagen Galería me invitó a exponer sola. Pero me dio miedo y dije que no, que iba con Piña y Dufour. Fuimos los tres, y yo hice mi performance de las papas Lays. Los curadores eran Miguel López y Raúl Flores, que vive en aquella ventana que se ve allá. Ahora me controla si no estoy trabajando, cuando no ve mi luz prendida. A veces nos llamamos y hacemos luces con otros artistas que tienen taller ahí abajo. A Raúl lo conocí a los 23 años, en 2013. A los 22 me había hecho por primera vez las fotos como Chola, con un amigo, Alex. Me había comprado una peluca y me travestía en mi habitación. Otro amigo las vio y me dijo que eran obra, e hicimos una muestrita en una pared en Casa Colmena. Entonces cuando curó mi performance –pisaba un colchón de papas vestida de chola– en arteBA me dijo: “Tenés que hacer la performance tres veces por día. Hay que trabajar”. Yo bailaba en tacos, y no me daban más las rodillas. Me lastimaba y la sal me hacía doler. “Hay que hacerlo para todos los públicos. Así se trabaja. ¿Vos querés ser Madonna?”, me decía Raúl. Me ayudó a entender un montón de cosas.

–Ese fue el momento en que todo el mundo te conoció. ¿Ahí nació la Chola?

–Ya era, desde aquellas fotos del 2013. Acá me conocían pocos. En Mendoza yo era Mauricio. Cuando iba a una muestra, sí, estaba montada, pero lo veía como algo más performático. Mi transición la hice en el arte. Un día me di cuenta de que era un lugar seguro y podía ser libre. La calle es distinta, dejo de ser artista. Me preguntaba cómo sería atravesarlo cotidianamente y se fue dando. Valen también estaba transicionando y empezó a venir a Buenos Aires, y conocimos otras chicas que pasaban por lo mismo. Fue un momento en el que empezó a liberarse lo binario del género. Mis amigas me decían que yo bailaba como una torta: nadie me veía como un varón. Me maquillaba. Y ahí fui tomando confianza. Por momentos me tuve que camuflar, como cuando fui a firmar el alquiler del departamento de Congreso, me tuve que vestir otra vez como chabón. Hay mucho prejuicio. Yo buscaba departamento y me preguntaban de qué trabajaba y cuando decía que era artista, pensaban que era puta. Ofrecía pagar adelantado en dólares y peor, ¡mafiosa! Hasta que conseguí uno de un conocido. Para viajar también, la gente de seguridad no sabe cómo tratarte. ¿Quién te toca? Ahora me río: ¡el que quiera!

–¿Te costó dejar Mendoza?

–Era un momento muy malo para la escena, con museos cerrados. No hay coleccionismo. Yo trabajaba en un laboratorio del padre de una amiga. Limpiaba y ayudaba a la bioquímica. Una pesadilla. Todos mis amigos se fueron viniendo. Me convencieron de hacer la Di Tella. Apliqué y quedé. También apliqué a una residencia en Fundación Tres Pinos, y me becaron para vivir en un departamento durante dos años. Yo no tenía un peso. Mi vieja me mandaba encomiendas de latas de comida. Yo no vendía obra todavía. Pero veía que había galerías, gente que sí podía vivir de su obra. Entonces, me metí en Comparsa Drag, empecé a hacer cosas colectivas. Vendía una obrita y con eso me salvaba. Y después entré a Pasto Galería.

–Tu otra transición fue asumir una identidad aborigen, marrón.

–Cuando salí del closet me fui de mi casa a vivir en lo de mi abuela un año. Dos de mis tías vivían en Madrid y me invitaron a visitarlas. Conocí Madrid antes que Buenos Aires. Fui a todos los museos. Y no me veía reflejada en nada. Al volver, en los museos de Buenos Aires me pasó lo mismo. Yo soy latinoamericana, tengo otro color de piel: tengo que hablar de esto. Por eso elegí el nombre Chola, que es una palabra despectiva. Guaymallén tiene una comunidad muy grande de origen boliviano. El artista Egar Murillo vive ahí y es un referente, con una obra muy política. Empecé a verlo a él, a Pedro Lemebel, Giuseppe Campuzano, y pensé: yo tengo que hacer performance, tengo que hablar de mi color marrón. A veces no quisiera ser tan biográfica, y trato de hablar del contexto o de mis dudas respecto del arte. Porque quizás estás muy ensimismada y te olvidás del arte.

–¿Y qué pensás del arte?

–Para mí el arte fue cambiando. Primero yo tenía inquietudes que eran plásticas, sobre el material, cómo ir creando mi propia obra, mis símbolos. De repente, estoy en un mundo que es el mercado. Me encuentro cenando con gente que tiene poder, curadores o artistas de otros lugares del mundo… pasando a algo parecido a una empresa o un producto de consumo. Ahora para Venecia parecía que no llegaba y me decían, “traete mil personas a trabajar con vos”. ¡No! Mi obra es muy expresiva y no la puedo delegar. Tengo un asistente que me ayuda a rellenar, a plantear cosas. Y estoy dando trabajo. Tengo esa responsabilidad.

 

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