El 13 de septiembre de 2010, el día posterior a que el entonces primer ministro de Turquía Recep Erdogan ganara con el 58% de los votos un plebiscito que introducía cambios a la Constitución, los mercados festejaron. Las acciones llegaron a su récord, la lira turca se fortaleció contra el dólar y los bonos del gobierno subieron fuertemente. Según el economista Timothy Ash, del Royal Bank of Scotland, el voto positivo sería percibido como un “signo de apoyo a la modernización y las reformas mientras Turquía se mueve hacia el acceso a la Unión Europea”, según reprodujo Reuters. El ministro de finanzas, el liberal y execonomista del banco Merrill Lynch Mehmet Simsek, declaró que el resultado “aumentará la confianza en Turquía. Esto brindará la oportunidad de ampliar y profundizar nuestro programa de reforma.”

Desde su ascenso al poder en 2002, Erdogan se había ganado el apoyo de las comunidades de negocios y financiera local e internacional, sacando a Turquía de una fuerte depresión económica y promoviendo su acceso a la Unión Europea (UE). El plebiscito, que se vendió a la población como destinado a acercar la Constitución de Turquía al estilo de las europeas, contenía varias provisiones que permitieron a Erdogan acrecentar su poder y disminuir el control sobre su gobierno. Una enmienda autorizó al gobierno a expandir la Corte Constitucional, el tribunal máximo, de 11 a 17 jueces, dándole el control a Erdogan. Y subió el número de miembros del organismo equivalente al Consejo de la Magistratura.

A partir de allí comenzó un declive democrático que transformó a Turquía en una “autocracia electoral” según V-Dem, un think tank dedicado a medir la calidad de las democracias. A la captura de la justicia le siguió la de la prensa independiente –convirtiendo a Turquía en la mayor cárcel de periodistas del mundo después de China–, de la burocracia y de la comunidad de negocios.

En un entorno en el que la división de poderes y los derechos individuales no están protegidos, los derechos de propiedad tampoco quedan a salvo. Para inicios de 2023, según un artículo de Bloomberg “Los inversionistas en Nueva York, Londres y otros lugares dicen que no quieren poner dinero en un mercado de valores donde las reglas cambian dependiendo de quién esté en el poder”. La economía mostraba los efectos tener un presidente sin controles: sus intervenciones en el Banco Central para promover un crecimiento a costa de la estabilidad derivaron en una inflación mayor a 10% anual desde 2017, que llegó a 72,3% en 2022.

Otro caso notable es el de Rusia. Vladimir Putin mantuvo al inicio de su gobierno en el 2000 a los economistas liberales de Boris Yeltsin y designó al libertario Andrei Illarinov como asesor. Este gabinete implementó impresionantes reformas y una profunda desregulación, y el gobierno pasó de tener altos déficits fiscales en los 90 a fuertes superávits bajo Putin, al tiempo que el banco central acumulaba cientos de miles de millones dólares de reservas. La economía creció fuertemente. El mercado festejó y el flujo de inversión externa, tanto de portafolio (bonos y acciones), como real, se multiplicó. Pero desde que asumió el poder, Putin se dedicó a arrasar con todo vestigio de la frágil democracia rusa. El resto es historia: empresarios internacionales e inversores financieros fueron perdiendo hasta la camiseta.

Las historias de Turquía y de Rusia se repitieron en distintos países en los que empresarios y el mercado financiero condonaron ataques a la división de poderes y la democracia liberal cuando, al mismo tiempo, los líderes de esos países implementaban reformas pro-mercado. Estas anécdotas, que muestran que al final todo termina mal si se ataca a la división de poderes, a la oposición y a la prensa independiente, sea por izquierda o por derecha, tienen su correlato en análisis teóricos de los pensadores de la libertad y en resultados empíricos de la academia.

Friedrich A. Hayek, uno de los pensadores favoritos del presidente Javier Milei (y de este autor), en la sección La libertad y la ley de su monumental obra La constitución de la libertad, destaca la importancia del control judicial de la constitucionalidad de las leyes. Resalta el fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos que afirmó esa prerrogativa, Marbury vs. Madison. Y critica el intento de Franklin Delano Roosevelt de llevarse puesta a la Corte. Más genéricamente, lo que los pensadores de la libertad sostienen es que el capitalismo no funciona eficientemente en un vacío. Para que no se vuelvan el far west, como fue la Rusia postcomunista, los mercados deben moverse en el marco de sistemas legales que puedan implementar con transparencia contratos y derechos de propiedad.

A nivel empírico, los estudios del impacto de la independencia judicial sobre el crecimiento son tajantes. La literatura mide con un conjunto de variables objetivas el grado, en la práctica, con el que los jueces implementan sus decisiones independientemente de si están en favor o en contra del interés de corto plazo del poder ejecutivo o del congreso, y si sus fallos pueden tener un impacto negativo o no en sus carreras. Un estudio publicado en 2015 en la prestigiosa European Journal of Political Economy que abarca 124 países a lo largo de décadas halló que si un país pasara de un poder judicial totalmente dependiente a uno completamente independiente, el crecimiento se aceleraría en cerca de 1,3% por año, controlando por otros factores. La independencia judicial en la Argentina según ese estudio es, no sorprendentemente, muy baja. Los resultados tienen por detrás una lógica impecable. Para crecer se necesita inversión, y hace falta creer que los derechos de propiedad serán preservados en disputas entre privados más allá de sus conexiones políticas, o entre privados y el Estado.

Un importante canal que vincula la independencia judicial (o más bien, su falta) y el crecimiento económico es la corrupción. La corrupción afecta el crecimiento por varias vías: reduce la productividad del gasto público, distorsiona la asignación de recursos y reduce la rentabilidad de los proyectos de inversión, entre otras. Un estudio empírico sobre los costos de la corrupción encontró que, sumando los costos directos, como las coimas, y los indirectos, derivados de la mala asignación de recursos, los efectos van desde un 0,23% de menor crecimiento del PBI por año en una economía como Colombia, hasta 1,26% por año para Paraguay. Con estos parámetros podemos suponer muy tentativamente que para la Argentina la pérdida de PBI a lo largo de 10 años por la corrupción puede llegar al 5%.

Los mercados financieros están de fiesta en la Argentina. Los bonos en dólares subieron un 100% desde la primera vuelta electoral y los precios de las acciones en la bolsa se multiplicaron varias veces. El sector empresario está expectante. La desregulación y las privatizaciones abren interesantes oportunidades para los próximos años, y el Gobierno promete disminuir la volatilidad macroeconómica. Entonces, callan ante los cambios propuestos para la Corte Suprema. Al fin y al cabo, ejemplos como los de Turquía o Rusia parecen lejanos, exagerados y hasta dudosos cuando se tiene en cuenta que nuestro presidente viene a difundir las ideas de la libertad.

Pero se equivocan. Los presidentes van y vienen, pero un juez de la Corte Suprema puede dañar su reputación y su eficacia por los próximos 20 años. Ya vivimos esto. Durante el mandato de Carlos Menem se estabilizó la macro, se desreguló y se privatizó y la economía creció fuertemente. Al mismo tiempo, el gobierno cooptaba la Corte Suprema, y Comodoro Py pasó a estar en una servilleta. Empresarios y el mercado miraron para otro lado, distraídos mientras recogían los beneficios de la recuperación de la economía. Festejaron por años, hasta que dejaron de hacerlo. Pero el daño a la justicia todavía lo sufrimos. Se deberían preguntar: ¿Dónde estaba la justicia independiente para proteger sus ahorros? ¿O para protegerlos de las amenazas de Guillermo Moreno? ¿O de los esquemas de corrupción y extorsión a cielo abierto más grandes de la historia nacional, los de la obra pública y las Siras? ¿Dónde estaba la justicia independiente para defender al mercado de la expropiación de las AFJP? ¿O de la manipulación del índice de inflación, que originó pérdidas multimillonarias? Involucrarse en el debate sobre la Corte no es para el mundo empresario y financiero una defensa de una idea abstracta de democracia. Es una defensa de sus propios intereses.

 

Facebook Comments