Ciudad de México.- Otra vez, los animales de Damien Hirst sumergidos en formaldehído en una pecera, con los que el artista inglés busca recordarnos que en la vida estamos de paso, han traído problemas a quien es considerado uno de los principales exponentes del arte contemporáneo. Horas antes del montaje de la descomunal muestra que acaba de inaugurar el Museo Jumex, los últimos días de marzo en Ciudad de México, Hirst fue acusado de falsear la fecha de tres esculturas de sus animales disecados; una paloma, un tiburón y un ternero, expuestos en los últimos años en galerías de Hong Kong, Londres y Nueva York. De acuerdo a una investigación del diario británico The Guardian, fueron en realidad producidas en 2017, y no en los 90, como se señaló. El trío de esculturas producido por empleados de Hirst en un taller en Dudbridge, en el oeste de Inglaterra, fue exhibido por primera vez en la galería Gagosian de Hong Kong en 2017, dijo el periódico. La empresa Hirst Science Ltd respondió que “por ser obras conceptuales, la fecha que Hirst les asigna es la de su concepción”.

En México, las obras de Damien Hirst (Reino Unido, 1962) superaron ese trascendido. Quizás por que la exhibición -una retrospectiva del considerado símbolo de la generación de “jóvenes artistas británicos” de fines de los 80- se impone con golpes de efecto apoyados en lo macabro. Vivir para siempre (por un momento), tal el título de la muestra que se exhibe hasta agosto, propone la evocación de contrarios -la belleza intensa y el placer visual-, a menudo asociados a la actividad contemplativa del arte. Sin embargo, exalta un confuso diálogo con el horror. La dificultad de encontrar ese juego de opuestos al que apostó la curaduría a cargo de la asesora inglesa Ann Gallagher es la razón, tal vez, por la cual el repertorio del trabajo de Hirst renueve preguntas atávicas: ¿Cuál es el fin último de un arte que provoca desazón? ¿Puede lo macabro operar a favor de una transformación social?

Arte contaminante y en tensión

No es la primera vez que la polémica precede a una exhibición de Hirst. En 2012, las peceras enormes con formol, donde el artista sumerge sus controvertidos animales, filtraron gases contaminantes durante cinco meses en el museo Tate Modern de Londres. El dato fue publicado en un estudio en la Royal Society of Chemistry por un equipo de la Universidad Politécnica de Milán, que midió la toxicidad del aire. La medición detectó humos procedentes de formol en cinco partes por millón, cuando la normativa europea fija el límite de esos gases en 0.5 partes por millón. Frente a ese antecedente, el Jumex tomó “todos los recaudos necesarios para resguardar tanto a los trabajadores de la sala como al público”, aseguraron desde ese museo a LA NACION. Desde 2013, su fundador, Eugenio López Alonso -heredero del imperio de bebidas Jumex- ha contribuido a impulsar la escena del arte contemporáneo en México, como poseedor de 2.800 obras, que lo vuelven uno de los mayores coleccionistas de América Latina. El personal que trabajó en la instalación lo hizo con “vestimenta especial”, para cubrir caras y cuerpos de cualquier contacto con la solución de formaldehído.

Entre las 57 obras (instalaciones, esculturas y pinturas, vitrinas con remedios, instrumental quirúrgico o cigarrillos) están los famosos animales que Hirst diseca y conserva en formol: el tiburón (Death Denied, 2008), el ternero (Away from the Flock, 1994), una vaca y su ternero (Mother and Child/Divided), que ganó el premio Turner en 1995, además de aves, peces y mariposas cuyas vidas parecen más haber sido interrumpidas de manera abrupta, que testimonios de cómo “la vida puede prolongarse más allá de sus límites naturales: médica, espiritual o culturalmente”, como reza un manifiesto de la sala.

La pieza sobresaliente es For the love of God, un cráneo fundido en platino con incrustaciones de 8.600 diamantes y dientes humanos. Producida en 2007, se la reconoce como una de las obras más costosas jamás producidas, cotizada en 100 millones de dólares. Es curioso que, con su ostentosa hechura, esa pieza explore “la fragilidad entre la vida y la muerte” en una cultura como la de México, poseedora de una de las tradiciones más impactantes y coloridas de la Región como lo es Día de Muertos. La decoración de altares con calaveras -de azúcar, de chocolate, de barro; humildes y preciosos elementos de la naturaleza- recuerda a quienes ya no están. Así, ricos y desfavorecidos coincidiremos todos del otro lado en igualdad de condición, despojados de materia y suntuosidad.

Eternidad o despotismo

Se dice que toda obra de arte es un objeto de interrogación y de contemplación, para y hacia el sujeto que la observa. En el intento, el espectador puede ser víctima de una falacia ante los animales de Hirst: aquello que el artista entiende por eternidad (“por un momento”) parece más una arrogancia despótica ante el curso de la vida y la pulsión por controlar su latido e interrupción. Por que si las piezas de arte son en sí mismas obras del tiempo, concebidas para atravesarlo, la operación de eternidad está garantizada a priori. El arte de Hirst, en el fondo, no es novedoso en su disrupción. Como no lo son las migas de pan desperdigadas en el suelo en Madrid por Wilfredo Prieto en 2011, los libros desordenados en un armario por Jeremy Deller en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo de México en 2015, y otros objetos que parecen hallados al azar y apenas intervenidos por la figura del artista. Ya lo hizo Marcel Duchamp con su famoso mingitorio (Fuente) en 1917 en París. Lo llamativo en la obra de Hirst es la dificultad de la experiencia que asocia al arte con una manifestación al servicio de la vida.

Claro que no se trata de reclamarle al arte de Hirst (ni a ningún otro) una edición de la realidad que nos proteja de las oscuridades del alma humana; ahondar sobre ellas puede proponer mejores horizontes. Como la representación de la memoria traumática, que documenta el horror de genocidios, desapariciones forzadas o abusos de poder, cometidos en el pasado y de triste actualidad. De la reconstrucción del lenguaje doloroso de civilizaciones puede esperarse una reconciliación con la memoria y la historia. Como El rostro de la guerra, de Dalí, donde el pintor surrealista español representó la miseria y el fracaso humanos, que realizó entre el fin de la Guerra Española y el inicio de la Segunda Guerra Mundial. O El grito, de Edvard Munch, o Saturno devorando a su hijo, de Goya, acaso las pinturas con más tormento del expresionismo, con su representación de la depresión y la tragedia.

Las peceras de Hirst, y su fascinación por atrapar animales en formol, recuerdan en cambio que no hay mejor treta para huir de la profundidad que esconderse en la superficie.

 

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