El sombrío impostor consuma el segundo de sus asesinatos en una Roma que parece salida de un fotograma de Hitchcock y en la pantalla del streaming queda plasmada una de las obras más dramáticas de Caravaggio: David con la cabeza de Goliath, de 1610. Esta pintura tenebrista que quita el aliento se puede apreciar ahora mismo en la galería Borghese de la antigua capital del imperio o, en una segunda versión, en el Museo de Historia del Arte de Viena. Pero el estreno de la miniserie Mr Ripley (Netflix) la acerca en un relámpago a sus más de 260 millones usuarios en todo el mundo. Es una versión muy sofisticada de “La Pinacoteca de los Genios”, aquellos fascículos con los que aquellos que no podían dar la vuelta al mundo del arte (una enorme mayoría) tomaban contacto con las imágenes clásicas que setearon el ojo occidental. El hallazgo aquí no es tanto que aparezca esta pintura (entre otros Caravaggio que ofician de password en la adaptación del personaje del thriller original de Patricia Highsmith) sino que se haya pensado en replicar la escena de la cabeza decapitada en un escenario urbano circa 1961. Una decisión del director Steven Zaillian para insistir en que la fotografía, el cine, la tele, el video y el streaming son, siempre, extensiones de la pintura.

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La última vez que el arte clásico irrumpió de manera tan impensada en el ojo contemporáneo fue con el brutal asesinato de George Floyd de parte de un policía en Minneapolis. La imagen que recorrió el mundo en segundos del hombre negro doblegado hasta la asfixia se tradujo en una suerte de molde de Rodin puesto en evidencia por los futbolistas de la Premier League inglesa que antes de la pitada inicial se dejaban ver en una coreografía de 22 atletas replicando la posición en la que Floyd fue liquidado por un oficial racista. Ahí fue el ojo del fotógrafo silvestre (cualquiera de los que andan empoderados por los megapíxeles del smartphone) el que sin saberlo del todo (un inconsciente visual) tuvo la imagen de Rodin en su catálogo mental y captó el crimen como una duplicación de aquellos bronces impares del siglo XIX. Cualquier fotografía fue, en otra vida, una pintura, una escultura.

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Como acaso muchos de los espectadores, Tom Ripley no sabe quien fue Caravaggio. Se aventura en su obra (pasan Siete obras de misericordia, La crucifixión de San Pedro y La Virgen con el niño y Santa Ana, entre otros hits) conforme avanza el thriller repartido en capítulos de alto preciosismo. Pero lo que sí reconoce cuando el drama apenas si puede ser atisbado es un Picasso: El guitarrista (1910). Una obra del período conocido como cubismo analítico que tampoco llamaría su atención si no fuera por la firma.

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El sombrío impostor reconoce en ese nombre europeo el peso de la fama, del genio del siglo XX, de los artículos consagratorios en la revista Life, del mercado del arte, del arte mismo. En otra pirueta maestra, más adelante en la serie, la futura cabeza de Goliath del crimen se acerca a un paisaje malfatti de una isla mediterránea y firma “Picasso”. Toda la historia del arte contemporáneo de Duchamp a Maurizio Cattelan parece resumida en ese gesto que le roba a los ocho capítulos de la serie menos de veinte segundos. Una suerte de acto vandálico que podría inspirar el gesto conceptual de salir a firmar esos cuadros perdidos de mercado de pulgas con los grandes nombres del arte. Y una pregunta: ¿Quién te crees que sos, Picasso?

 

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