Una aldea medieval en González Catán. Eso es Campanópolis. Pero, también, es el sueño de Antonio Campana, un hijo de inmigrantes calabreses que trabajó desde los 14 años y que a los 50, ante un diagnóstico de cáncer intratable, decidió ceder el mando de sus empresas a sus hijos para dedicarse a construir la aldea de sus sueños. Una que no existía en otro lugar más que en su cabeza.

Sin ser arquitecto y sin planos, durante 25 años se dedicó a levantar casas, abrir calles y armar puentes utilizando materiales de edificios antiguos a punto de ser demolidos o refaccionados (como Galerías Pacífico, por citar uno conocido). A todos les dio una nueva forma, muy personal. Así, hay techos hechos con puertas o pisos de tejas, o todo un salón construido en torno a caireles recuperados. El resultado es una aldea medieval de estilo ecléctico, conformada por 12 “casitas del bosque”, levantadas en un predio de 200 hectáreas que cuenta con fuentes, lagos, puentes, un molino de viento holandés y una capilla.

Este año, el parque temático que alberga varios museos celebra su 35º aniversario. Tras la muerte de Antonio, el predio comenzó tímidamente a ser escenario de eventos y bodas, para luego convertirse en locación para la filmación de comerciales y, finalmente, ser abierto al público. “Mi papá nunca se quedó a dormir en el lugar –recuerda Oscar Campana, de 50 años, hijo menor de Antonio–. Vivíamos en Caballito, y él salía de casa todos los días a las 6 para ir a Campanópolis y volvía a las 7 y media de la tarde. Se volvió fanático, era como su escape”.

Oscar es quien, además de seguir adelante con las empresas familiares, heredó la pasión de su padre y hoy se encarga de Campanópolis.

–¿Quién era tu papá, cómo lo describirías?

–Mi papá nació en Avellaneda. De todos los hermanos, él siempre fue el más inquieto. Estudió hasta sexto grado y ahí empezó a colaborar con sus padres, que tenían un tambo. A los 14 se puso a fabricar cepillos y a los 16 ya tenía la primera fábrica. También fue cadete de la asociación de almacenes mayoristas de esos años y empezó a comerciar con alimentos, lo que lo llevó a tener una empresa mayorista. Después tuvo una planta de conservas en Mendoza. Porque antes si vos trabajabas de verdad y ahorrabas, crecías, y eso le pasó a mi papá, Se dedicó toda su vida al trabajo, sin tomarse vacaciones, y lo que ganaba lo iba invirtiendo en propiedades.

–Y entre esas propiedades llegó al predio que hoy es Campanópolis, ¿no?

–Claro. En esa época uno compraba lo que se encontraba barato. En el 76 él compró estas tierras, que habían sido de Rosas, y donde todavía estaba el casco de su puestero. Compró ese campo pensando en tener animales, pero luego la Ceamse se lo expropió. El campo tenía una tosquera de donde habían extraído material para hacer las pistas del aeropuerto de Ezeiza y la Ricchieri, y tenía grandes pozos. La Ceamse al expropiarlo empezó a tirar toda la basura del conurbano ahí. El litigio duró varios años y finalmente en el 88 le devolvieron el campo. La basura de esa época, por suerte, era mucho más biodegradable, mucho menos plástico que ahora. Papá empezó a taparla con tierra, buscando sanear el predio. Incluso plantó 10.000 árboles ahí. De alguna forma era un ecologista y un visionario.

–¿Y cómo decidió empezar a construir su aldea medieval?

–En el 89 le diagnostican un cáncer de amígdala. El tratamiento del cáncer en ese entonces no era como hoy en día, el diagnóstico era la muerte. El médico le dijo: “Mire, no sé cuánto va a vivir, unos cuatro años quizás”. En ese momento, mi papá decidió dejar sus empresas para que las continuáramos sus hijos. Y se puso a construir casas. Así empezó a crear esta ciudad, que se hizo sin planos y en forma artesanal. Es como una escultura gigante.

–¿Para construir Campanópolis se inspiró en alguna ciudad en particular?

–Si tenía alguna ciudad en mente la tenía la tenía muy guardada en su cabeza, porque nunca lo dijo. Pero como buen hijo de italianos, de calabreses, lo llevaba en la sangre: siempre le gustó mucho Europa. De alguna forma, él empezó a levantar esta ciudad para pasar el tiempo y olvidarse de su problema. Algunos viajan, otros juegan al golf, pero Antonio se dedicó a generar ese patrimonio que tenía sus raíces en Europa.

–Los edificios están construidos con materiales muy particulares, ¿de dónde los obtenía?

–Comprando antigüedades. También los corralones le llevaban desechos que él iba usando, y empezó a comprar cosas en las demoliciones de lugares interesantes. ¡A él hasta la basura le servía! Se llevaba por ejemplo 10 arañas rotas y con eso armó todo un salón, que es hoy el Salón de los Caireles. Es que cuando hacen un edificio, los constructores se quieren sacar de encima todo. Entonces, mi papá veía que había un caserón que iban a tirar abajo y él iba y recuperaba postes de quebracho de más de 200 años, rejas, columnas. Compró por ejemplo una demolición de Galerías Pacifico, de la que se trajo todas las barandas y las columnas. Por eso decimos que Campanópolis es un espacio arquitectónico, ecológico y cultural.

–¿Cuánto tiempo le llevo construir Campanópolis?

–25 años.

–Entonces Antonio vivió bastante más que los 4 años que la habían pronosticado…

–Sí, increíble. Yo creo que nos enfermamos y sanamos solos, y que él sanó con el lugar, que es un lugar hecho con el alma, no con arquitectos. Lo que Antonio vivió creo que es un gran ejemplo de superación. De hecho, durante todos esos años tuvo otros tres problemas de salud importantes y los fue superando de una forma milagrosa.

–¿Con tus hermanos participaban de la construcción de Campanópolis?

–Participábamos en lo que podíamos, porque él tenía un carácter importante. Nos preguntaba: “¿Ponemos esto así?”. Nosotros le respondíamos, pero después él hacía lo que quería. Mi viejo era un loco. Nos dimos cuenta, después de muerto, de lo que es tener un artista en la familia. Lo que pasa es que cuando éramos más chicos no tomábamos mucha dimensión de lo que es este lugar.

–¿Cuándo abrió al público la aldea?

–Empezamos hace unos 15 o 20 años. Papá era salesiano y le hizo una promesa a María Auxiliadora, que si se curaba, le iba a hacer una capilla. Y la hizo y es muy linda. Venían los amigos de papá y le decían que se querían casar en la capilla. Y ahí empezamos a hacer casamiento, que los celebrábamos en el salón construido con las columnas de Galerías Pacífico. Pero sin conocer lo que era el tema de los eventos y sin estar el lugar preparado para eventos: ¡ni cocina tenía! Creo que papá inconscientemente quería que la gente viniera más por su ego, para que vieran su obra. Después, hace unos 10 años, empezamos a hacer visitas guiadas, porque la gente nos escribía y nos decía que quería venir y sacarse fotos en el lugar. Y en todo este tiempo la realidad fue cambiando: Campanópolis es un Titanic gigante, y hay que cortar el pasto, mantenerlo, reparar los daños que hace la lluvia.

Es como un gran barco navegando en alta mar. Así también hemos hecho bastante cosas en Campanópolis. Se filmaron acá cantidad de publicidades para el exterior y también para la Argentina; hicimos un video para la apertura de un programa de Susana Giménez; los Montaner son amigos de la familia, y Héctor Montaner se casó acá. El lugar está siempre latente.

–¿Desde que falleció Antonio hicieron cambios o modificaciones?

–Tratamos de no tocar sus obras y solamente restauramos aquello que las inclemencias del tiempo van deteriorando. Y cuando las restauramos, por ejemplo, tratamos de no cambiar los colores que él eligió. Hay una casita, que es la que más le gustaba, y ahí armamos el Museo de Antonio, donde ahora se encuentran sus documentos, fotografías de cuándo empezó a construir el lugar y de todo el proceso. Finalizamos también algunas obras que no estaban terminadas cuando falleció, en 2008, pero lo hacemos con el estilo que él tenía. Después de tantos años de verlo trabajar, sabemos qué le gustaría y qué no.

 

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