En Alcorta, un pueblo al sur de Santa Fe, Hernán Griccini se sentía libre. Salía con sus amigos en bicicletas sin cadenas ni llaves de casa, hasta que sus madres – en su caso su abuela- iban a buscarlos para comer, aunque más bien se trataba de un llamado estridente para que regresen.

Pasaban mucho tiempo en la calle, iban a los fichines, a pescar mojarras o a cazar ranas en las cunetas, acompañados por sus gomeras en los bolsillos. Cuando el estómago sonaba comían las frutas de los árboles de la plaza o de algún vecino, abundaban las moras, frambuesas, higos y mandarinas que dejaban un perfume intenso en las manos.

Al fútbol podían jugar de cuatro a seis horas sin parar, con gritos eufóricos como si se tratara de la Copa del Mundo. El punto de reunión solía ser la panadería de sus padres, allí se juntaban chicos de todas las edades, desde sus amigos y los de su hermano, hasta los amigos de los amigos: “¡Una banda!”, recuerda Hernán con alegría. “El objetivo era conseguir alguna factura del día de ayer o lo que mi mamá o papá podían dar”.

Había dos clubes de barrio, que a pesar de ser rivales apasionados, eran frecuentados de igual manera, aunque los grupos de pertenencia estuvieran bien marcados. En uno de ellos el padre de Hernán tuvo alguna vez una cancha de fútbol 5, donde había que pagar un alquiler por hora, pero al que él iba con treinta amigos sin respetar las reglas.

“No sé si hoy sucede en Alcorta, pero en esos tiempos podías pasar por las escuelas y afuera encontrabas doscientas bicicletas sin cadena, sin nada, ahí sueltas. Increíble. Agradezco la infancia que me tocó vivir y la libertad con la que la transité”.

Una pasión y una sed de mundo: “Irse fue emocionalmente duro”

Hernán tenía sed de mundo y el primer miedo que tuvo que vencer para conquistar sus metas, fue contarles a sus padres acerca de sus sueños de ser chef. Para su sorpresa, obtuvo todo su apoyo, lo que le trajo su primera lección: los peores fantasmas están en la cabeza.

Fue así que el joven comenzó una travesía en la que se halló, sin querer, buscando a su querida Alcorta en otros rincones de la Tierra. Pero a pesar de que su barrio volvía una y otra vez a él, lo que vio allí afuera fue maravilloso.

Primero llegó a Buenos Aires, tanto para él como para muchos del interior argentino, la capital se sentía como otro país. En la infinita ciudad, Hernán comprobó eso de que Dios está en todos lados, pero atiende en Buenos Aires. Allí estudió y trabajó hasta que ascendió a jefe de cocina en un hotel.

Fue entonces que surgió una oportunidad única en Bilbao, que le permitió cruzar las fronteras para hacer una práctica en un restaurante de estrellas Michelin. Tras su experiencia española regresó a Buenos Aires, visitó a sus seres queridos en el pueblo que llevaba en su corazón y supo que su sed de mundo no solo no había menguado, sino que la llama estaba más encendida que nunca. Hernán anhelaba probarse una vez más en el exterior, y la oportunidad surgió a miles de kilómetros de distancia, en República Dominicana, donde le ofrecían un puesto ejecutivo.

“Tenía 26, muchas ganas, pero no tanta experiencia como líder, aun así quería lanzarme a lo desconocido. Algo muy importante para tomar decisiones en mi vida es tener el apoyo de los que te quieren”, afirma. “Irse fue emocionalmente duro, sobre todo para los que se quedan, pero saber que era para perseguir algo, para crecer personal y profesionalmente, aminoró la pena”.

Una capacidad de liderazgo en construcción y un destino inolvidable: “Tuve que aprender a bajar el tono de voz”

En República Dominicana, Hernán logró sumarse a un proyecto de lujo en un hotel Relais & Châteaux con cinco restaurantes y mucha gente a cargo. No hubo demasiado tiempo para gozar de aquella isla paradisíaca. Sus sous chef eran europeos y el resto del equipo, dominicanos: “El choque cultural fue muy fuerte y mi capacidad para liderar estaba verde. No delegaba nada, llegué a trabajar de 12 a 14 horas diarias durante meses sin descansar. Una locura”.

Cuando descubrió que los patrones ya estaban instalados y que le sería casi imposible mejorar su comportamiento, Hernán decidió renunciar y esperar otra oportunidad. En el horizonte aparecieron dos, una en Chile y otra en México. Optó por la segunda, aquel país siempre le había gustado y la oferta era atractiva.

Se instaló en CDMX, en la zona Santa Fe (¡vaya casualidad!), un rincón muy corporativo y poco urbanizado. En México aprendió y se enriqueció durante siete años: “La amabilidad y hospitalidad allí es cultural; en el día a día, tuve que cambiar muchos hábitos de comunicación y sobre todo aprender a bajar el tono de voz, ya que el nuestro es bastante más alto que en México”.

“Puedo decir que es mi segunda casa, hice amigos de por vida y viví experiencias únicas. Estuve cinco años en CDMX y dos en Quintana Roo, participé en apertura de hoteles, restaurantes y culturalmente fue el mi mayor aprendizaje. México es un país muy generoso”.

Nuevos aires en Estados Unidos: “Los cambios hay que hacerlos cuando las cosas van bien”

Tras varios años en México, Hernán decidió seguir camino al norte. Extrañaba Argentina, extrañaba las calles de Alcorta con sus aromas peculiares, pero sabía que había más por ver y más que aprender, entonces llegó a Miami para presentar un proyecto mexicano en el cual él podría desempeñarse como líder gastronómico.

Arribó añorando los días mexicanos, ¿por qué se había ido si tan bien estaba allí? Si bien su decisión parecía no tener lógica, él conocía los motivos: “Estaba bien personal y profesionalmente, pero los cambios hay que hacerlos cuando las cosas van bien, así el cambio se asimila mejor. Mucha gente opta por hacer cambios cuando las cosas están mal y por ahí se arrastra esa percepción o carga al cambio”.

Sin embargo, su llegada a Estados Unidos no estuvo carente de choques culturales. Miami, al tener tanta diversidad cultural, apareció ante él carente de identidad: “Mucho nivel de vida, pero no así tanto calidad de vida”, opina Hernán

Sin embargo, el argentino incorporó rápidamente la costumbre de cenar a las 19, para lograr una mejor digestión y descansar mejor. Pronto se contagió también del empuje de la sociedad, de aquella necesidad de evolucionar constantemente: “No importa cuánto generaste o tenés, el objetivo es ir por más”.

Esta cualidad, sin embargo, la halló potenciada cuando decidió empacar sus pertenencias y viajar más al norte aún, hasta llegar a Texas. Y allí, en una región casi inhóspita, encontró aquello que pensó que hacía tiempo había dejado atrás.

En West Texas aterrizó con una invitación para participar en un nuevo proyecto. Había tenido que buscar en Google Maps la ubicación, no tenía idea de dónde quedaba y quería por lo menos sentir que eso sí lo sabía. Su mirada quedó desconcertada al toparse con un paisaje poco acogedor a primera vista, pero todo cambió cuando las primeras interacciones acontecieron: allí, a miles de kilómetros de distancia, Hernán descubrió una atmósfera que le recordaba a su pueblo, Alcorta.

“Gente de trabajo, que le dan valor a la palabra. Gente generosa”, dice emocionado. “La adaptación a cultura de gente tan trabajadora y ambiciosa todavía la estoy transitando, pero acá hallé una calidad humana y valores muy altos. Muy parecido al interior de Argentina”, asegura Hernán, quien allí se encuentra en el armado de un proyecto culinario importante para la zona y las ciudades alrededor: “Me gusta convocar talentos extranjeros y con capacidades y actitudes de aprender. El nivel de involucramiento y responsabilidad son más altos”.

Lo esencial aplicado al presente y la maravilla de ver el mundo: “Creo que es importante para toda persona hacer una experiencia fuera de tu país de origen”

Allá a lo lejos quedaron los veranos eternos de fútbol, bicicleta, pesca de ranas y tardes de aromas exquisitos en la panadería. Hernán, amante de despertar los sentidos, quiso ver el mundo para expandir su pasión por la cocina, pero fue Alcorta, ese pueblo que supo cobijar su infancia, el artífice de su instinto explorador, su imaginación y su don de compañerismo.

A aquellos recuerdos regresa el argentino con el propósito de evitar que la complejidad adulta lo lleve a olvidar lo importante en la vida; y ea Alcorta, donde yace el tesoro de la infancia, es a donde vuelve cada vez que puede para recargarse de identidad esencial y aplicarla a su presente.

“Si tuviera que elegir otra vez, elegiría la misma infancia”, asegura conmovido. “Y elegiría ese grupo de amigos; son los que te conocen sin responsabilidades, y es una amistad que se conserva para toda la vida”.

“Mi travesía me ayudó a mejorar en todos los aspectos como persona: culturalmente, a mejorar el idioma, relaciones humanas y experiencias gastronómicas. Y este, Estados Unidos, es un país en el que si trabajás bien, las cosas llegan. no hay secretos. Hay mucha oportunidad de crecimiento, siempre respetando el modo legalmente de vida”.

“Creo y siento que todo lo aprendido tiene un costo, un sacrificio, sobre todo emocional, familiar. La cultura de amistad que se vive en Argentina no se vive en ningún país y de alguna forma uno, cuando está fuera de su tierra de origen, está más abierto a generar y reemplazar eso que a veces falta. Creo que es importante para toda persona hacer una experiencia fuera de tu país, siempre y cuando las posibilidades lo permitan. Sumar experiencias de vida, de eso se trata”.

 

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