Ese festejo de cara a la platea y el grito de gol estruendoso que lo remite a sus tiempos de jugador de River y del seleccionado (sin soslayar su paso por el Bayern Munich y otros clubes de España e Inglaterra), fueron un signo de exteriorización de todo el proceso que transita Martín Demichelis desde que volvió a Núñez con una misión de alto riesgo: tomar las riendas que dejaba el entrenador más ganador de la historia de la institución. Marcelo Gallardo selló no sólo un número: se transformó en el ícono que no había podido ser como futbolista. El faro. Un referente para siempre. Pero ya no está.

Demichelis apostó fuerte al volver. Argentino, siempre, pero casi un europeo más. Él y su familia. Alemania era su casa: otra cultura, costumbres, certezas, confort y preocupaciones diferentes a las que puede tener el núcleo padre-madre-hijos en una Buenos Aires con más folclore, vida social y relacionismo. Y todo lo malo también, que abarcaría una lista comparativa interminable refrendada en el eslogan de aquella publicidad que inmortalizó el Ratón Ayala promocionando una marca de botines: “En Europa no se consiguen”.

Ya está metido en el baile. No hay rueda de prensa en la que no se le pregunte sobre si “se siente observado”, “por qué todavía no se ganó el corazón del hincha”, “si se equivoca con la elección de los jugadores”. La semana que está finalizando incluyó muchos interrogantes con morbo por ser el primer enfrentamiento con Enzo Pérez, el referente que eligió dejar el club ante la convicción de no poder compartir un mes más con el entrenador que había faltado a “los códigos” en una charla con periodistas que no le redituaba. Demichelis se asemeja hoy a alguien sentado sobre el pasto de un parque sin haberse rociado con repelente: ni un segundo tranquilo.

Ganó los dos superclásicos que jugó y no estuvo lejos de triunfar en el tercero. Ganó tres títulos/copas (en esta varieté que ofrece la AFA de Claudio Tapia y su troupe de levantadores de mano), le suele ir bien en los clásicos, pero quedó lejos en el desafío principal que asumió como DT de River: ganar la quinta Copa Libertadores.

Su producto pasó por diferentes estadíos. De un fútbol ascendente, europeizado, de un nivel casi insuperable y con un plantel al estilo de los colosos del Viejo Continente a un fútbol desprotegido, intermitente y desorientado. Salió Enzo Pérez y el club tuvo que ir de shopping para tratar de cubrir un cráter en un puesto-rol clave por el que pasaron Merlo, Gallego, Astrada, Almeyda y Ponzio. Y Demichelis siempre observado, apuntado. Por expertos (incluidos los analistas) que supuestamente entienden más de fútbol que alguien que practicó 20 años este deporte.

“¡Qué mal equipo armó Demichelis para la Supercopa Argentina con Estudiantes!”, arreciaron las voces desde distintos sectores. Eso, aseguran, habría sido el factor determinante para que River se viera superado en los primeros 10-15 minutos, sufriera un gol y no pudiera emparejarlo en el score, aunque sí lo hiciera territorialmente. Después, introdujo cinco cambios porque así lo ideó y hasta se habría iluminado al pensar en voz alta “voy a meter a Aliendro para que la clave en un ángulo en tiempo de descuento”.

Debe ser, Demichelis, una especie de comandante de avión que, aun sabiendo que la nave tiene desperfectos varios, que no le sube el tren de aterrizaje ni funcionan el timón ni los flaps, decide despegar igual. Simplemente porque tiene espíritu temerario, le encanta desafiar al destino y apuesta al poder divino. Y todo eso junto lo hace, además, cuando se sabe observado, cuestionado y mientras la mayoría de los hinchas no hablan de si convendría renovarle el contrato como una apuesta a futuro, sino que piensan en eventuales sustitutos. ¡El tipo sería una suerte de kamikaze que atenta contra su producto!

En definitiva, Demichelis sólo debiera ser un hombre común, ex jugador profesional, hoy de profesión entrenador, que acierta y se equivoca como tantos otros. Llámese Gallardo, Bianchi, Bilardo, Basile, Simeone o Bielsa. Hasta el inmaculado Guardiola falla y puede pasar un partido entero con cara de angustia, como le pasó el domingo último frente a Liverpool.

Y es Demichelis, también, el entrenador en proceso de consolidación que abusa de una descarnada frontalidad. Elige hablar, opta por responder todo y abiertamente, cuando probablemente debiera ser más diplomático. Tomamos sólo el último ejemplo: Enzo Pérez. Más allá de la incomodidad evidente que no pudo disimular ante el saludo previo al partido, quizá imaginando que el volante pasaría de largo del mismo modo –y no casualmente– que en uno de los últimos partidos en River, al ser reemplazado, eligió ir hasta el banco de suplentes por un sector lejano al que se encontraba el entrenador para no verlo.

Al ser consultado si lo sorprendió el saludo, pudo haber dicho “No me sorprendió la actitud de Enzo Pérez porque conozco la clase de persona que es”. Y punto. Cuando amplía y pone el ejemplo de que “lo saqué en el último partido para que lo ovacionaran” o que “me era indiferente si me saludaba o no”, agrega mensajes en vez de abstenerse. Quiere, o necesita hacerlos, pero es factible que no sumen. Tal vez le falte, todavía, el timming que tiene todo zaguero (como lo fue él).

Demichelis tomó aire y evitó afrontar el peor escenario casi en el comienzo del año. Aunque la varieté de Tapia y Cía. nos provoquen una sensación de que ya se ha jugado más de un torneo en virtud del carrusel de partidos semanales que hay. Estamos apenas en marzo y se viene otra vez la Libertadores, el termómetro para los hinchas. Imaginar, suponer, afirmar que alguien, en el ajuste final hacia el gran desafío, elige autosabotearse o jugar con el destino como una ruleta rusa es subestimar a un profesional que, de fútbol, entiende mucho más que todos ellos.

 

Facebook Comments