Para Javier Milei eliminar el déficit fiscal y la emisión monetaria, unificar los tipos de cambio y suprimir el cepo cambiario no solamente sería un logro económico, sino también político. Sabiendo que no tiene mayorías en el Congreso de la Nación para aprobar la llamada ley Bases y el DNU 70/2023, ha optado por un atajo tan riesgoso como inesperado. Su carta es ahora derrotar la inflación en el corto plazo y lograr así el apoyo social indispensable para forzar los cambios estructurales desde una posición de mayor poder por fuera de los acuerdos parlamentarios.

Ante el riesgo de que la hiperinflación heredada de Sergio Massa se espiralizase, el equipo económico utilizó las herramientas de emergencia que tuvo más a mano y de efecto inmediato, como la licuación de ingresos (haberes jubilatorios, salarios del sector público) y la suspensión de pagos (transferencias a provincias, a empresas estatales, obras públicas) más que los complejos aumentos tarifarios que provocan reacciones impredecibles o las privaciones a “la casta” de efectos tardíos.

A pesar de la profunda recesión y los reclamos de la clase pasiva, ambos inevitables, es la carta que ahora juega Milei, en la expectativa de que la caída de la inflación llegue a tiempo para convertir las quejas en aplausos. No ignora que un equilibrio fiscal alcanzado sobre bases tan débiles no será sostenible si otros factores no llegan en su auxilio, como la cosecha gruesa, el ingreso de capitales y la mayor recaudación por mejora de la actividad económica. Pero si tuviera éxito, el público volvería a guardar sus pesos, colocándolos a plazo fijo para aprovechar las tasas de interés ante un dólar en baja y la expansión del crédito impulsaría el crecimiento de la economía. A su vez, salarios y jubilaciones recuperarían poder de compra, cambiando el humor colectivo al abrirse un horizonte de estabilidad.

Para esconder la inflación, se controlaron precios, tarifas, peajes, alquileres, internet, telefonía y prepagas, además de prohibirse exportaciones. Se destruyó la moneda y se vaciaron los activos bancarios con papeles del Estado

Para quien no tiene la responsabilidad de gobernar, es razonable reclamar que el Gobierno haga algo para morigerar la recesión, cuidar de los jubilados, docentes y personal de salud, como forma solidaria de transitar el ajuste. Sin embargo, como la seguridad social absorbe casi el 70% del gasto público, es difícil concebir una estabilización que no la afecte. Las irresponsables moratorias casi duplicaron la cantidad de beneficiarios en un sistema donde solo aportan 8 millones de trabajadores para sostener a 6 millones de pasivos. La solución de fondo, además de la reactivación económica, requerirá de una reforma laboral que aliente el empleo regular y no la expulsión a la informalidad, como ha sido la herencia del kirchnerismo.

Para el equipo económico la derrota de la inflación no solo requiere dejar de emitir, sino también ganar confianza. La del público, para aumentar la demanda de dinero y reducir su velocidad de circulación y la de industriales y comerciantes, para que se atrevan a bajar sus precios sin temor a perder su capital de trabajo. Generar esa confianza es muy difícil, pues en nuestra historia reciente siempre se ha borrado con el codo lo escrito con la mano. Nunca se logró estabilidad en forma duradera, pues nunca se atacó la estructura de intereses que se resiste al cambio, dentro y fuera del Estado.

La Argentina es un país donde la seguridad jurídica ha sido siempre sacrificada en al altar del gasto público. Su sistemático desapego a las reglas ha frustrado el proyecto colectivo y alienado a sus ciudadanos. Como lo definió el recordado académico Carlos Nino, se ha convertido en “un país al margen de la ley” donde la anomia de gobernantes y gobernados habilitó el “sálvese quien pueda” como forma habitual de interacción social. Un breve repaso de las distintas crisis de los últimos 60 años y los parches utilizados para sortearlas, sin cambios de fondo, demuestra las dificultades que los partidos tradicionales y los gobiernos de facto han tenido para solucionarlas.

Cuando Milei asegura que no va a ceder “ni un milímetro” en su política de ajuste fiscal, está respondiendo a quienes le pidan que abra un diálogo para consensuar, pues cree que ese diálogo terminará en más gastos por cubrir con emisión

En 1962, Arturo Frondizi pagó los sueldos públicos con bonos, mientras Álvaro Alsogaray pidió “pasar el invierno” pero sin éxito; en 1964, Arturo Illia anuló los contratos petroleros y dispuso la primera pesificación de ahorros en bancos. En 1973, Héctor Cámpora nacionalizó los depósitos e hizo firmar un pacto social que culminó en el Rodrigazo de 1975. En 1981, José Alfredo Martínez de Hoz abandonó su “tablita cambiaria” por inconsistencia con la realidad fiscal y, ese mismo año, Lorenzo Sigaut dijo “el que apuesta al dólar, pierde”, perdiendo su cargo y también sus ahorros. En 1982, Domingo Cavallo estatizó la deuda privada para evitar la cesación de pagos de grandes empresas causada por la devaluación. En 1985, Raúl Alfonsín adoptó el Plan Austral con su desagio y default unilateral que poco duró. Luego declaró la emergencia previsional y también de los contratos de obras públicas (1986). Al año siguiente impuso el “ahorro forzoso”, que no pudo detener la hiperinflación de 1989. Carlos Menem canjeó depósitos por bonos (Plan Bonex, 1989) y también declaró otra emergencia económica. A pesar del “blindaje” del FMI (2000) para sostener la convertibilidad, Fernando de la Rúa debió imponer el “corralito” en 2001 sin suerte alguna. Sus sucesores aplaudieron de pie en el Congreso de la Nación el default, el abandono de la convertibilidad y la pesificación asimétrica. El costo de esas decisiones todavía lo estamos pagando ahora.

A partir de 2003, el kirchnerismo realizó un raid de demolición institucional violando los marcos regulatorios de los servicios concesionados y forzando a vender a sus titulares. Se estatizaron empresas privatizadas y se incautaron los fondos de las AFJP (2008) mientras se vació el Fondo de Garantía. Se expropió YPF sin cumplir con su estatuto (2012); se entró en el octavo “default”, se reestructuró mal la deuda pública y se falsearon los índices de crecimiento (Indec) para no pagar deudas. Mediante subsidios costosísimos se pretendió que el transporte y la energía estuviesen alineados con salarios cada vez más devaluados, a costa de paralizar las inversiones. Y con planes sociales se pretendió juntar votos y tapar el verdadero desempleo. Para esconder la inflación se controlaron precios, tarifas, peajes, alquileres, internet, telefonía celular y prepagas, además de prohibirse exportaciones. Se destruyó la moneda y se vaciaron los activos bancarios con papeles del Estado. Se creó un cepo cambiario dejando al país sin reservas, con daño a la producción rural e industrial.

En paralelo, se consintieron ocupaciones de campos, tomas de fábricas, bloqueos de camioneros, liberaciones de presos, usurpaciones de tierras, roturas de silobolsas, intrusiones de viviendas, cortes de rutas y saqueos de comercios. Tampoco se evitó el auge del narcotráfico ni la corrupción policial.

Es indispensable un programa completo y contundente para recuperar la moneda, reducir el tamaño del Estado e introducir reformas estructurales

Como en el cuento del lobo, es muy difícil engañar de nuevo a los argentinos con memoria para que confíen en nuevas promesas de nuevos gobernantes. Por algo hay más de 260.000 millones de dólares de argentinos fuera del sistema financiero local, según datos oficiales que no suman los que no estarían declarados. Cuando Milei asegura que no va a ceder “ni un milímetro” en su política de ajuste fiscal, está respondiendo a quienes le piden que abra un diálogo para consensuar, pues cree que ese diálogo terminará en más gastos por cubrir con emisión. Y está convencido de que, si cede en este punto, toda la estantería de confianza se puede desmoronar, fracasando su estrategia de vencer a la inflación en pocos meses con déficit cero. Ni siquiera ha de parpadear, para que el mercado no sospeche que cederá en su compromiso.

No hay duda de que los cambios estructurales requieren de apoyo político para ser sustentables y que, sin ellos, tampoco podrá generarse confianza. Es un desfiladero muy estrecho por el cual transita Milei y su equipo, aplicando a la gestión económica el mismo protocolo que le permitió ganar las elecciones: basarse en el consenso social para el cambio, soslayando los mecanismos de la política tradicional.

Esperemos que el camino elegido sea el apropiado y que, como bien señaló nuestro columnista Marcos Buscaglia, “la historia argentina muestra que los consensos no se logran en forma previa, sino luego de sus resultados; se adhiere a las políticas cuando mostraron ser útiles”. Si con la caída de la inflación Milei lograse cambiar las expectativas de la gente, con mayor poder para negociar podría asegurar la sustentabilidad posterior. Pues es indispensable un programa completo y contundente para recuperar la moneda, reducir el tamaño del Estado, refinanciar deudas, introducir reformas estructurales y realizar la apertura comercial.

Y, sobre todas las cosas, recomponer la paz mental de los argentinos, superando angustias cotidianas para ordenar el presente y pensar el futuro. Menos conflictividad social, menos piquetes, menos irritación, menos violencia y que el auge de recuperar la moneda alivie el costo inevitable de la estabilización.

 

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