En estos días se cumplen dos siglos de llegada a Buenos Aires de Woodbine Parish. Tenía 28 años, educado en Eton, había servido en la diplomacia británica como ayudante de la embajada a Nápoles en 1815, y visitado por esas obligaciones Grecia y París. El ministro Canning, en vista de las aficiones del joven funcionario por estas tierras, su historia y sus costumbres, lo nombró cónsul en Buenos Aires y le otorgó amplios poderes como comisionado para firmar un tratado de paz, amistad y comercio; tarea que cumplió acabadamente con la rúbrica del mismo el 2 de febrero de 1825.

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Llegó en compañía de su esposa Amelia Jane, tres hijos y algunos criados; observador atento y documentado permaneció entre nosotros hasta 1832. A su regreso, publicó siete años después el libro Buenos Aires y las Provincias del Río de la Plata, que amplió considerablemente y con ese título dio a conocer en 1852 el editor John Murray, de Albermarle Street, en Londres.

Apenas llegó lo sorprendió el carro para desembarcar, la habilidad del “carretillero o jinete en darle vuelta y hacerlo girar como sobre un eje, o bien tirar y empujar adelante el rodado como una carretilla de mano, según sea más conveniente en un momento dado. De este modo, por la primera vez en mi vida, vi la carreta delante del caballo: en Europa nos causa risa esta idea, pero en Sudamérica nada es más común que la realidad”.

Llamó su atención la cantidad de jinetes, y agregó “casi todo en aquel país se hace a caballo; si hay que sacar un balde de agua de un pozo, es fuerza que haya un hombre y un caballo para sacarlo, y dudo si jamás entra en la cabeza de un gaucho el que sea posible hacerlo de otro modo. Todos saben montar a caballo, hombres, mujeres y niños. Al verlos, bien pudiera uno imaginarse que se halla en la tierra de los centauros, entre una población medio hombre medio caballo, hasta los mendigos piden limosna a caballo” y publicó el grabado de un pordiosero. Cobra valor el testimonio de la madre de uno de sus sirvientes que vivió siete años cautiva y comentaba que vivían más de a caballo que a pie.

Hábitos

Abundan observaciones sobre nuestros hábitos, conductas, costumbres; vista las reyertas en las pulperías, producto de la ingesta de alcohol -aclaraba que había 600 en la ciudad-, sugería de “desarmar a las clases bajas de los grandes cuchillos que usan, pues el hábito de emplearlos en cualquier disputa trivial” era la causa de muchas muertes. En algunos casos eran enviados a la justicia y condenados a servir en el ejército, del que desertaban y convertidos en gauchos vagabundos se juntaban con algunas expediciones de indios merodeadores.

Sobre las incursiones de los salvajes apuntó que “los gauchos a la primera señal del peligro, tienen algunas veces bastante presencia de ánimo para prender fuego inmediatamente a los pastos que estén por delante a sotavento, por cuyo medio consiguen despejar un espacio en que refugiarse antes de que la conflagración general llegue a alcanzarlos”.

Consideró nuestro visitante que los estancieros de Santa Fe “eran los más ricos del Virreinato, y sus propiedades de campo no sólo cubrían el territorio de Santa Fe, en grandes terrenos en la margen izquierda del río en la provincia de Entre Ríos, de donde proporcionaban casi el todo de las 50.000 mulas que anualmente se mandaban a Salta para el abasto de las provincias del Alto Perú”.

Lector de noticias sobre nuestros gauchos, aunque habían transcurrido cincuenta años de la descripción que hiciera Azara; Parish observó que la diferencia era que entonces los gauchos de las provincias “entonces sólo hacían guerra a los animales, y ahora les han enseñado a hacérsela los unos a los otros”. La descripción de las carretas tucumanas y su industria, como el trabajo de los troperos lo acompañó con no pocos datos, lamentando “la enorme pérdida de tiempo y de trabajo”, además del flete por no estar adelantada la navegación fluvial.

Finalmente resulta interesante la descripción de un hombre del interior y su familia: “El gaucho de Tucumán, el jinete de aquellas llanuras, con el auxilio de su mujer, que le teje y trabaja casi todas las piezas de su ropa, tiene a su alrededor todo lo que puede necesitar. No conoce, y por consiguiente no precisa, ninguna de aquellas comodidades que en climas más templados, donde la civilización es más adelantada, se tornan en necesidades. Libre como el ambiente que respira, galopa por llanadas sin confían y sin traba alguna que le impida satisfacer sus inclinaciones. Nada le tienta a abandonar semejante modo de vida… sus ganados son los mejores de la República, y el más pequeño cultivo de la tierra provee de seguro no sólo a todas las necesidades de su existencia, sino también a lo que en su opinión representa el lujo y las delicias de ella”.

Como dijimos Woodbine Parish fue un hombre de gabinete, de estudio y también de mundo; por todo ello estos breves comentarios sobre nuestros gauchos, son apenas una muestra y cobran mayor valor como testimonio a dos siglo de su llegaba a estas tierras.

 

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