NUEVA YORK.- Recorrer la unidad de cuidados intensivos es a menudo una lección sobre lo mucho a lo que hay que temer.

Solo hace unos años, caminaba por estos pasillos pensando constantemente en el Covid, temiendo contraer el virus en la habitación de un paciente o durante una conversación con algún colega. Ese temor era una fuente de distracción, a veces muy absorbente. Pero ahora ya no temo que el virus haga que me enferme de gravedad, y la pandemia es un recuerdo que empieza a desvanecerse. A veces me cuesta creer que siquiera haya ocurrido.

Cuatro años después de que la Organización Mundial de la Salud declarara la pandemia, el coronavirus sigue con nosotros. Probablemente siempre lo estará. Y, hasta el mes pasado, aún sigue provocando entre 500 y 1500 muertes semanales en Estados Unidos, una cifra superior a la mortalidad de la influenza, aunque inferior respecto a los años anteriores. También continúa la amenaza del Covid prolongado, los debilitantes síntomas que pueden persistir tras el contagio inicial.

Sin embargo, nuestra respuesta ha cambiado. El 1° de marzo, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades de EE.UU. empezaron a recomendar que los estadounidenses con Covid ya no tuvieran que aislarse por cinco días luego de enfermarse. En su lugar, pueden retomar sus actividades habituales tras un plazo de 24 horas sin fiebre, que es la misma recomendación en el caso de la gripe y otras enfermedades respiratorias.

Cuando me detengo a pensar en lo que ocurrió en esta unidad de cuidados intensivos, en las mismas habitaciones por las que ahora camino, resulta sorprendente que la mayoría hayamos logrado volver a la vida tal y como era antes. Pero eso es lo que nos corresponde hacer. Podemos mantenernos en estado de vigilancia solo por un tiempo. No tenemos otra opción.

Y seguimos adaptándonos a una nueva realidad: el virus es endémico. El Covid ya no es tan distinto de la gripe estacional y otros muchos virus respiratorios, una molestia para la mayoría, pero una amenaza peligrosa y potencialmente mortal para algunas personas. Hemos pasado, en muy pocos años, del terror a la aceptación, lo que nos pone en un lugar extraño: ¿cómo pasamos página la mayoría, cuando el virus sigue representando una amenaza para relativamente pocas personas? ¿Cómo podemos equilibrar nuestro deseo de olvidar los últimos años con las lecciones que, como país, hemos aprendido?

Amenaza

Incluso tener la oportunidad de plantear estas preguntas es un paso adelante que no podríamos haber predicho solo unos años atrás. La amenaza del virus era tan grande, que, en los primeros meses de la pandemia, nuestras vidas se detuvieron. Nos daba miedo respirar el aire. Ahora, debido a las vacunaciones y los contagios previos, nuestra inmunidad es mucho mayor que entonces, y los contagios son por lo general más leves. Los devastadores casos de Covid a los que obedecían las recomendaciones anteriores de periodos de aislamiento más largos son ahora mucho menos prevalentes.

La naturaleza de los contagios no es lo único que ha cambiado. También está el simple deseo humano de dejar atrás los años pandémicos. Conozco de primera mano este sentimiento. Cuando estaba trabajando en la unidad de cuidados intensivos este verano, me emocioné al quitarme la mascarilla, cuando las recomendaciones del hospital me permitieron hacerlo. Y, hace menos tiempo, me sentí irracionalmente decepcionada, a pesar de que sin duda es lo correcto, cuando mi hospital decidió que teníamos que volver a llevar mascarilla en las habitaciones de los pacientes. Lo cierto es que quiero que todo eso acabe ya.

Pero, por mucho que yo desee que todo vuelva a ser como antes, para algunas personas es muy difícil volver al equilibrio. Antes pensaba que en algún momento desaparecería el virus, y que entonces habría acabado todo. No ha sido así.

Hace poco, cuando estaba en mi turno en el hospital, atendí a una mujer con cáncer que acababa de someterse a quimioterapia intensiva y después le habían diagnosticado Covid. Sus síntomas empeoraron con rapidez y, para cuando la conocí, estaba intubada. La examiné con mi equipo de protección individual completo, y me di cuenta de que estaba en la misma habitación de hospital que ocupó la primera paciente de Covid que atendí, otra mujer que había estado perfectamente sana hasta que el virus la alcanzó.

En aquel momento, contenía la respiración durante mi examen físico diario, desesperada por salir de la habitación en cuanto pudiera. Ahora, en cambio, me tomé mi tiempo. Animamos a la familia de mi paciente a que la visitara. La tratamos con esteroides y antivirales, medicamentos que sabemos que pueden salvar la vida de quienes padecen Covid grave. Aquellos días que, en medio del caos y asumiendo muchos riesgos, tratábamos a los pacientes separados de sus seres queridos durante semanas, o incluso más tiempo, son ya un recuerdo borroso. Y sabemos que podemos hacerlo sin correr peligro. Aunque enfermemos, es muy probable que al final estemos bien.

O eso pensamos a veces. Solo unas puertas más adelante en esa misma unidad, cuidé a una joven que estuvo a punto de morir por un caso de influenza. Estuvo con un bypass cardiopulmonar durante un mes. Cuando la conocí, estaba en un profundo estado de delirio y tan débil que apenas podía mover un dedo. Era más o menos de mi edad y antes había estado completamente sana. Era muy poco lo que me separaba de ella.

Miedo

¿Me dio más miedo la gripe a raíz de su historia? Quizá debió dármelo, pero no me lo dio. Es la misma historia de enfermedades respiratorias endémicas que vemos todos los años. Pueden ser devastadoras para los pacientes con inmunosupresión, las personas mayores o los desafortunados, que podríamos ser cualquiera de nosotros, un hecho que, antes de la Covid, podía ignorar.

Pero ya no es tan fácil ignorar esas realidades. Todos sabemos ahora qué es sentirse vulnerable. Al principio de la pandemia, las personas con sistemas inmunocomprometidos dijeron que por fin se sentían como si no estuviesen solas; que todos comprendíamos ahora lo que era el miedo a entrar en lugares abarrotados, y más aún sin mascarilla. Incluso ahora que seguimos adelante en nuestra vida con el Covid endémico, y la mayoría dejamos de usar mascarilla excepto cuando estamos enfermos, podemos recordar lo que el virus nos enseñó. Por agotados que estemos por la pandemia y por mucho que queramos olvidar que alguna vez sucedió, ahora sabemos que estamos todos conectados. Las decisiones que tomamos sobre nuestra salud afectan a quienes nos rodean, e incluso los actos más pequeños importan. Tenemos el conocimiento y las herramientas sencillas y necesarias para protegernos unos a otros.

Solo días después de ser intubada, mi paciente con Covid había mejorado y llegó el momento de retirarle el tubo respiratorio. Nos reunimos a su alrededor mientras tosía y tomaba aliento, aún débil, aún delirante, pero respirando por sí misma. De pie junto a su cama ese día, pensé en aquella otra extubación de hace cuatro años. Entonces temíamos a las partículas que pudieran dispersarse cuando retiráramos el tubo, un temor que ensombreció incluso ese momento de alegría. Ahora, mi paciente sonreía y noté que le devolvía la sonrisa bajo la mascarilla. Estábamos en el mismo lugar, pero también en otro completamente nuevo.

Por Daniela J. Lamas

 

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