Al infierno de lo humano no es tan difícil asomarse. Se lo descubre en las grandes catástrofes de la historia, pero también en la nimiedad de lo cotidiano: insidiosa, escurridiza, dolorosa e inevitable, la capacidad para el mal es tan nuestra como la risa o la creación de cultura. Hay otros infiernos, los que son pura naturaleza: aterradores, pero al menos distantes. Habrá que tener la osadía del que sobrevuela la boca de un volcán activo para conocer el rostro de eso que los antiguos llamaban averno. O hacer como los islandenses de la foto, reunidos tranquilamente en las proximidades de un río de lava. Con cuatro erupciones en tres meses y la evacuación de la ciudad costera de Grindavik, los habitantes de la tierra del hielo y del fuego saben que deben estar alerta. Pero eso no les impide contemplar la salvaje desmesura que late bajo sus pies.

 

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