Machete en mano, Esteban Zugasti se abre camino pacientemente por entre un chilcal nativo en la ladera de la sierra. A cada paso, identifica las plantitas que se va cruzando: un curro dulzón repleto de abejas, una verbena de intenso violeta, una bellísima azalea florecida gracias a las recientes lluvias, y el pastizal pampeano que tanto se venera en esta reserva ubicada en Sierra de los Padres. De repente, aparece una zarzamora, de frutos exquisitos, pero invasora. Esteban eleva el machete y corta las ramificaciones que impiden el paso. El sendero desemboca en las inmensas piedras que forman increíbles aleros naturales, repletos de distintos tipos de helechos, hogar de la lagartija de tandilia -única en el mundo- y de cientos, miles de insectos, golondrinas que revolotean, aves de rapiña, zorros, gatos monteses, hurones… Esteban se acomoda la boina y mira alrededor. Se toma un tiempo. Piensa.

“Es increíble que estén sucediendo todas estas interacciones al mismo tiempo, que sostienen este ecosistema y forman este paisaje, donde nada necesita de nuestro permiso”, reflexiona, con la vista clavada en el horizonte, donde todo es producción agrícola. Un compilado de extensas lomadas cargadas de soja, maíz y girasol, en el territorio más intervenido por el ser humano: la pampa húmeda. Como si fuera una línea de defensa imaginaria, la Reserva Natural Paititi es un freno inesperado, un descanso, un espacio para que la naturaleza haga su trabajo: autogenerarse (o regenerarse) y expresarse auténticamente en miles de colores.

“La clave es entender que la sierra es un refugio de vida, es de los últimos rinconcitos que quedan en la provincia de Buenos Aires, junto con parte de la costa y algunas islas del Delta. En Tandilia y Ventania hay paisajes bellísimos, pero más allá de eso tiene un valor intrínseco por todas las especies que habitan acá: fauna, flora, hongos”, dice.

Amor de familia

Para entender este nivel de compromiso ecológico que Esteban tiene con el campo que su padre, Antonio, compró hace 58 años, hay que remontarse a los días que pasaba junto a su hermano, Javier, recorriendo las 400 hectáreas, trepando las sierras que forman parte de la propiedad, inspeccionando las cuevas y aleros, y plantando árboles por todos lados. La familia Zugasti se había instalado en Mar del Plata, proveniente de La Plata. Lejos de clavar su vista en el mar, Antonio decidió mirar hacia el otro lado. “Él amaba el campo, se había criado en Lamadrid, pero luego se mudó a La Plata para estudiar abogacía”, recuerda Esteban.

Todos los fines de semana y todas las vacaciones, el plan de los Zugasti era el mismo: pasar la mayor cantidad de tiempo en el campo que luego sería bautizado con el nombre de Paititi, un legendario reino incaico, supuestamente localizado al sur de la Amazonia, que los españoles buscaron infructuosamente durante la colonia. “Ya en ese momento, me gustaba más la sierra que el mar, tal vez porque lo veía todos los días”, revela Esteban. “Es algo que uno va mamando, el contacto con las plantas y los animales, todo eso me formó”, agrega.

Además de practicar agricultura, Antonio ya había armado informalmente una reserva en la zona de las sierras. “Lo hizo de forma intuitiva, es más, plantó un montón de árboles, cosa que yo hoy no haría”, advierte. De hecho, hoy una de las principales luchas ecosistémicas de los colaboradores de Paititi (algunos que llegan a través de la plataforma internacional de granjas orgánicas, WWOOF) es contra la acacia australiana: una especie que se reproduce rápidamente y cuyas hojas destruyen todo lo que pretenda crecer alrededor.

Un desvío en el camino

Por esas conexiones inconscientes de la infancia (Esteban amaba los aviones), decidió que iba a estudiar Ingeniería Mecánica. Junto a su hermano viajaron a California para ir a la universidad. Pero cuando estaba por terminar la carrera, entendió que eso no era lo suyo. Decidió encarar una maestría en desarrollo comunitario, con la idea de dedicarse al trabajo con comunidades vulnerables. Quería cruzar sus conocimientos en materia ingenieril y las habilidades blandas para trabajar en el norte argentino, junto a los pueblos originarios. En 1990 pegó la vuelta.

Sin embargo, el destino lo llevaría de nuevo a Sierra de los Padres. Su padre se había jubilado y pronto enfermó de cáncer. Alguien debía hacerse cargo del campo. Y de repente, también, se abría otro portal: “Empezaron a venir biólogos del Museo de Ciencias Naturales de Mar del Plata para investigar cuestiones relacionadas con los insectos, me vinculé con ese mundo desconocido para mí”. Esteban comenzó a caminar por la sierra con sus nuevos amigos expertos que decodificaban de otra manera el ambiente y que eligieron a Paititi porque buscaban un lugar que les permitiera tener una continuidad de trabajo.

“Se desarrolló una linda relación, sabían que podían entrar siempre y a nosotros nos interesaba. Ahí empezamos a descubrir el valor de la sierra como refugio de biodiversidad. Hasta ese momento era totalmente intuitivo y de relación con el paisaje. Se abrió una puerta para entender qué es lo que hay en la sierra”, señala.

Orgánico y conservacionista

Antes de establecerse definitivamente en el lugar que le dio cobijo a su infancia, Esteban se casó, tuvo a su primera hija y pudo cumplir con su otro compromiso de vida: trabajar en el Chaco con las comunidades originarias, donde se dio un baño de realidad, humildad y sobre todo, adquirió aprendizajes vivenciales. En 2013, Esteban regresó a Sierra de los Padres con una decisión tomada: transformar el campo para hacer agricultura orgánica e institucionalizar la reserva natural privada. Así lo cuenta: “En lo productivo, me venía dando cuenta de que el sistema convencional, con agroquímicos, tenía un impacto tremendo en el ambiente y también en la gente que aplica esos productos; cada vez que venía el mosquito a fumigar, me sentía mal”.

El contacto con el agrónomo Diego Fontenla le abrió las puertas al grupo de Cambio Rural, donde conoció a gente que trabajaba de forma orgánica desde hacía 20 años, que no se habían fundido y cuyos campos estaban hermosos. “Entonces dije: che, se puede, hay alternativa. Ahí me decidí”, revela.

Primero, certificó el campo e inició el proceso de transición a producción orgánica. En paralelo, Esteban aprovechó el contacto con los investigadores de la Universidad Nacional de Mar del Plata para firmar un convenio de cooperación: ellos tendrían la posibilidad de ingresar al campo para hacer estudios, mediciones y tesis, y a cambio les proporcionarían información para el manejo sustentable del espacio. “Fue y sigue siendo una experiencia muy buena, tenemos toneladas de información que nos permitió desarrollar un programa de información ambiental que es lo que usamos para las visitas de las escuelas”. Este punto es clave: desde el inicio, Esteban quiso abrir Paititi a la comunidad para que no quedara como un espacio cerrado: “Quiero que la gente, en especial los más chicos, se entere y se apropie de los valores que hay acá en la sierra”.

Lentamente, con la recuperación de los pastizales nativos, y la ausencia de agroquímicos, comenzaron a reaparecer especies como la orquídea verde, el lirio amarillo, la tunilla, el pasto lirio, y animales como el puma, el águila mora, el sapito de Darwin, lagartos y la lagartija de tandilia, además de artrópodos: abejas, la tucura rayada, la mariposa zafiro (que habita en los talares), el opillón, entre otros. Para lograr este equilibrio, en Paititi practican ganadería agroecológica, que reemplaza a los grandes animales extintos, y permite la fijación de carbono y el movimiento de suelos. El campo es de una belleza sublime: aquí se produce, por ejemplo, trigo de espelta (que abastece a una de las mejores propuestas gastronómicas de la zona, The Yellow Deli) junto al trébol colorado. Luego de la cosecha, las lomadas se pueblan de flores de todo tipo, por donde revolotean miles de mariposas, abejas y abejorros.

Otra de las claves para entender el enorme legado que reside en estas tierras está estrechamente ligado con el dibujo elegido como emblema de la reserva: una de las dos pinturas rupestres que se encuentran en las sierras de Paititi. Una pintura que él mismo descubrió hace 35 años, mientras inspeccionaba uno de los tantos aleros que miran hacia el este, donde sale el sol. Con el tiempo, gracias al trabajo de arqueólogos marplatenses, se pudieron recabar otras siete pinturas en un trayecto lineal de 10 kilómetros, todas de alrededor de mil años de antigüedad. El otro pictograma ubicado en Paititi fue hallado por Raquel, la hija menor de Esteban: el alero lleva su nombre. “En la zona hay muchos sitios arqueológicos, el más antiguo tiene 11.500 años y coincide con la llegada de las primeras personas en las pampas, lo cual se indica que desde siempre se utilizaron las sierras. A lo largo de todos esos años, se convivió armónicamente con este ambiente. El desafío hoy es seguir viviendo en esa armonía”, indica.

Tensión eólica

Justamente, esa armonía se vio alterada recientemente con un proyecto para instalar un parque eólico en Sierra de los Padres, algo que despertó un sentimiento bastante unificado de rechazo entre sus pobladores. Lo que a priori puede sonar contradictorio (¿por qué este defensor del medio ambiente se opone, en apariencia, a las energías limpias?), tiene una explicación clara, concisa y racional: “Si hiciera falta, aclaro que estoy recontra a favor de las energías renovables, pero las cosas hay que ponerlas en su lugar; montar un parque eólico en la sierra, que es uno de los últimos reductos de naturaleza de la provincia, es algo ridículo, cuando pueden instalarse en cualquier campo sojero ya modificado por el hombre”.

“Y no sólo tiene impacto ambiental, sino también paisajístico. Mucha gente que vive acá, lo eligió por el paisaje. El dueño del campo donde se quiere emplazar el parque eólico, no tiene el derecho de privar de ese paisaje a las 30 mil personas que viven acá”, añade. La unión vecinal fue tan fuerte que de esas reuniones surgió la necesidad de confeccionar un proyecto de ley que fue presentado en la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires para que se considere a las sierras como Paisaje Protegido, por su riqueza natural y cultural.

Esteban saca de su bolsillo un ramillete de marcela que juntó a lo largo de la caminata hasta la cima. Abre la tapa del termo y las arroja en su interior. “Esto me quitó la acidez que me provocaba el mate”, dice. A sus pies se abre lo que él llama “el patio zen”, una gran roca recubierta de musgo y muchos pequeños cactus que forman una especie de galería en miniatura. Todavía se siente como niño curioso, ávido de nuevas informaciones, de datos que lo lleven a entender qué está pasando acá y, así, ayudar a recuperar este ecosistema amenazado: “No me puedo considerar dueño de este pedacito de sierra, me pareció siempre absurdo pararme acá arriba y decir ‘esto es mío’, cuando no puedo ni manejar cuándo florece o deja de florecer una flor. ¿Cómo voy a decir que esto es mío? Es ridículo. Soy meramente administrador de algo que es mucho más grande que nosotros y que pertenece a todos. Estos ambientes prestan servicios ecosistémicos, pero además es una cuestión ética y espiritual”.

Datos Útiles

Hay propuestas de alojamiento para grupos grandes y visitas escolares. También es posible contactarse para hacer, con guía, los senderos de Paititi. Es necesario contactarse previamente para hacer una reserva.

WhatsApp: ( 2235) 90-4037

IG: @reservapaititi

Mail: reservanaturalpaititi@gmail.com

 

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