La energía ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Los seres humanos venimos haciéndolo, con notable pericia, desde que descubrimos el fuego. En especial desde que averiguamos la ingente cantidad de energía concentrada que hay en esa materia orgánica ancestral que, al cabo de millones de años, se transformó en una sustancia hipercalorífica: los combustibles fósiles. Primero fueron la madera y el carbón, luego dimos el gran salto con el petróleo y el gas. La humanidad ha ido consumiendo cantidades colosales de energía fósil. Si hace 25 años consumíamos casi 400 exajulios, en 2019 fueron más de 600. Obviamente, también las emisiones han aumentado mucho. En 1997, según el Banco Mundial, fueron de 35,5 gigatoneladas de CO2 y otros gases de efecto invernadero (GEI). Cada ser humano emitió un promedio de unas 3,8 toneladas; cada español, 6,6.

En 2021 –tras registrarse en años anteriores picos más altos, que se ralentizaron por diversos motivos, entre ellos la pandemia– la cifra de emisiones mundiales alcanzó las 36,4 gigatoneladas, alrededor de 4,5 toneladas por cabeza; en España, 5,8. Los costes ambientales de esta vorágine de prosperidad han sido de órdago, y la encrucijada socioambiental resultante es todo un desafío: una población y una demanda de energía al alza, en un contexto de calentamiento global de la atmósfera. Ahora la prioridad absoluta es reducir las emisiones de los GEI que generamos. ¿El objetivo? Evitar que la temperatura media del planeta aumente más de 1,5 °C, con un máximo de 2°C, respecto a las que había antes de la Revolución Industrial. Si sobrepasamos este límite, el futuro de la habitabilidad de la Tierra estará en juego.

La prioridad absoluta es reducir las emisiones de los GEI que generamos. ¿El objetivo? Evitar que la temperatura media del planeta aumente más de 1,5 °C

¿Qué podemos hacer ante este difícil escenario? Europa clama por un ambicioso «Green Deal»o pacto verde– que permita que en 2050 las emisiones en la UE sean neutras. La mayoría de los países tienen en sus programas el concepto de transición energética, aunque a veces sea una mera formalidad. En España contamos con el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico desde 2018. Pero ¿es ese reto alcanzable? Las energías verdes se presentan como la panacea, pues son una pieza clave para no comprometer el futuro de las próximas generaciones. Las renovables echaron a andar hace un cuarto de siglo, al igual que nuestra publicación. Aunque ya existían instalaciones anteriores, la gran irrupción empezó en 1999 a raíz de la crisis de las puntocom, explica Arnoldus van den Hurk, doctor en geología por las universidades de Barcelona y Tubinga (Alemania) y experto en energías renovables para la minería. Entonces, dice el científico, «cerca del 80% del silicio semiconductor era utilizado en ordenadores y servidores. Esa crisis hizo que se desplomara su precio, lo que permitió el desarrollo rentable de los primeros paneles fotovoltaicos fabricados con este tipo de silicio. Fue el principio de la gran revolución de la energía solar fotovoltaica». Hoy en día la producción de las renovables casi se ha duplicado, con China a la cabeza. Si en 1997 la capacidad de generación de las renovables, incluyendo la hidráulica y la nuclear, era de un 18 %, ahora ronda el 37%. Aun así, de toda la energía primaria que consumimos, entonces y ahora, todavía un 80 % es energía «fósil».

¿Son o no las energías renovables la clave para un futuro descarbonizado? Sí, pero tienen una gran pega: la tecnología verde está repleta de minerales críticos, entre ellos las tierras raras. Para generar un gigavatio de electricidad en una instalación eólica se requieren 25 veces más materiales que en una central térmica convencional. Y un vehículo eléctrico contiene entre 9 y 11 kilos de tierras raras, el doble que un coche de combustión interna. «La sociedad baja en carbono será una sociedad alta en metales, o no será», sentencia Van den Hurk. Sustituiremos la dependencia de los combustibles fósiles por la de los minerales críticos, que también son finitos. Para más inri, no disponemos de ellos: los importamos de varios países, en especial de China. Por este motivo, muchos expertos abogan por plantear en Europa lo que ya hacen en países como Chile, Australia, Canadá, Suecia o Finlandia: minas sostenibles alimentadas con energías renovables para producir esos minerales críticos, lo que Van den Hurk denomina «minería climática», orientada a revertir el calentamiento global.

Solo autoabasteciéndonos energéticamente –algo que la crisis del gas derivada de la guerra entre Rusia y Ucrania complica todavía más– y reduciendo al máximo las emisiones afianzaremos la transición ecológica. Va para largo, apunta el experto. Mientras tanto, para paliar las emisiones, plantemos árboles, potenciemos la agricultura regenerativa y los sumideros de carbono en los ecosistemas oceánicos costeros. Y consumamos menos. Mucho menos. Empezando por los que más tenemos.

Este artículo pertenece al número de Septiembre de 2022 de la revista National Geographic.

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