¡Estamos aquí! Puede no parecer gran cosa: tomar un par de aviones, algunas esperas en aeropuertos, el típico percance con las maletas… pero ojalá hubiera sido tan fácil como eso.

Hoy os escribimos desde Punta Arenas, una ciudad costera de unos 150.000 habitantes situada en la margen más austral de la Patagonia chilena, en el estrecho de Magallanes.

Desde el hotel avistamos sus aguas, en las que no se adivina dónde empieza el Pacífico y dónde acaba el Atlántico y cuya gran profundidad es delatada por los enormes barcos atracados a escasas decenas de metros de la costa.

Se trata de aguas oscuras. De hecho, son las más oscuras que hayamos visto nunca. Si el sol brilla, lucen de ese azul intenso al que la gente se suele referir como “ultramar”; es un concepto del que uno puede tener una idea, pero que no comprende hasta que lo ve con sus propios ojos. Por el contrario, si las nubes salpican el cielo, el océano, como contagiado del estado de ánimo de este, se viste de tonos cenizos, plateados, grisáceos y pardos en las orillas. Tonos que progresivamente se disuelven al alejar la vista de la costa para convertirse, allá en el horizonte, en un azul que casi se confunde con el negro.

La sensación ahora es de calma. Quizá la calma que precede a la tormenta de emociones que sabemos, nos espera en nuestro viaje a la Antártida a bordo del Arctic Sunrise. Pero como aventuramos al principio, llegar hasta aquí no ha sido un camino de rosas.

Podríamos decir que las últimas horas han sido de tensión, incluso los últimos días. Pero lo cierto es que tan siquiera se ha tratado de semanas, sino de meses de trabajo, estudio y preparación logística hasta llegar a este momento en el que por primera vez nos podemos dirigir a ustedes, queridos lectores. Pero, sobre todo, meses de gran incertidumbre que han sacado lo mejor de nosotros mismos para poder llegar hasta aquí.

En Punta Arenas, la naturaleza sigue presente antes de la partida hacia la Antártida

Cuando aún en 2021 nos ofrecieron documentar el presente proyecto que se llevaría a cabo en la Antártida, no pudimos evitar sentirnos ante algo grande. Como ocurre con cada viaje, no importa si es a la vuelta de la esquina o al otro extremo del planeta, empezamos a intuir que algo iba a cambiar nuestra manera de ver el mundo. Sin embargo, durante esos primeros días la sensación se asemeja a una especie de letargo, de estado de shock, y no es hasta digerida la noticia que paulatinamente empiezan a sucederse en la imaginación las posibles situaciones con las que todos fantaseamos antes de un proyecto de tamaña envergadura.

Tras este primer despertar, nuestra mente se dedicó a especular con las fuerzas de la naturaleza, su grandiosidad y lo pequeños que parecemos los humanos cuando estas se desatan: vientos que se levantan súbitamente, temperaturas bajo cero, mares agitados y barcos que se tambalean en la inmensidad del mar se dibujaban como una llamada a la aventura.

En este punto la imaginación puede ser una compañera divertida. Sin embargo, al vislumbrar la oportunidad que tendríamos por delante para documentar la fragilidad del continente antártico, la necesidad de protegerlo, y las historias humanas que subyacen a un proyecto científico de conservación, la imaginación se tornó en pragmatismo, y fue entonces cuando de verdad comenzaron los preparativos y las preguntas; fue entonces cuando comenzó nuestro viaje.

Y es que cuando se trata de viajar a la Antártida, y más durante el transcurso de una pandemia, cuestiones tan baladíes como qué ropa llevar o qué tipo de enchufes encontrarás en el barco pueden convertirse en detalles capaces de arruinar la experiencia, o al menos hacerla un tanto más desafiante. La lista de detalles a los que prestar atención es interminable: seguros y reconocimientos médicos, billetes de avión, equipo fotográfico, los protocolos a seguir en un buque rompehielos o las gestiones burocráticas son solo algunos de ellos.

También documentarte sobre el destino y preparar el trabajo a desempeñar. Todo ello sin descuidar tu propio trabajo o las cuestiones más básicas del día a día: hacer la compra, la comida, tender la lavadora, o sacar y dar de comer a tu perro cuando te chantajea emocionalmente con la mirada. La vida, al fin y al cabo… Una vida que continuaba sin poder escapar del contexto en el que se desarrollaba: una de las olas más contagiosas de la pandemia y en una situación en la que dar positivo unos días antes del viaje podría haber echado por tierra todo nuestro proyecto.

Aun así, la ilusión era imparable, suficiente para superar con creces cada uno de los obstáculos que se nos ponían por delante y algunos otros que estaban aún por llegar. Y es que según se acercaba el día de nuestra partida, el virus parecía dispuesto a seguir haciendo de las suyas.

El rompehielos Arctic Sunrise

Así, los atascos en el tráfico marítimo causados por la COVID-19 provocaron el retraso de la entrega del submarino con el que los científicos habían de estudiar los fondos antárticos. Este se encontraba retenido en alguna parte del mundo y la situación amenazaba con mandar al traste la expedición. Fueron de nuevo jornadas marcadas por la incertidumbre provocada por la omnipresente pandemia. Sin embargo, en una mezcla de suerte y saber hacer, tras unos días de suspense todo se solucionó. El equipo de Greenpeace ató los cabos sueltos y el submarino, aunque con un pequeño retraso, llegará a Punta Arenas durante los próximos días para nuestra partida.

Estábamos de nuevo en ruta, por lo que nos dispusimos a proseguir con el viaje. La burocracia para entrar en un país extranjero en tiempos de COVID-19 varía dependiendo del destino. PCRs, seguros, validación de vacunas… en unos países el laberinto burocrático es más o menos complejo que en otros, y pasar a por este nos ha supuesto todo un reto. Aunque todo esté de nuestra parte, siempre conviene tener presente ese proverbio que reza “en teoría, la teoría es igual que la práctica, pero en la práctica, la práctica nunca es igual que la teoría”. Los numerosos asientos vacíos del avión que viajaba supuestamente lleno y que nos trajo hasta aquí dieron fe de este. Y bien cierto es que dos de aquellos asientos pudieron ser los nuestros.

Hoy, sin embargo, instalados en el hotel en el que hemos cumplido la cuarentena obligatoria estipulada por el país, acompañados por petreles antárticos, varias especies de cormoranes y otros representantes de la avifauna local, aguardamos las últimas horas a la espera de la llegada del Arctic Sunrise.

Pronto abandonaremos tierra y nos adentraremos en alta mar.

¡Que los vientos nos sean favorables!

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