El barcelonismo lleva años asustado preguntándose cómo será la vida sin Messi y ni siquiera el club sabe cómo gestionarla ahora que todavía sigue entre ellos. Aquí no se cuestiona el descomunal valor del argentino, puede que el mejor futbolista que se haya visto jamás, pero es lícito preguntarse si valen tanto la pena sus goles y sus regates como para que la entidad hipoteque todos sus planes en función de lo que pida, que siempre ha sido mucho y sin hablar solo de su desorbitada nómina. Messi es una institución en sí mismo, una multinacional que encima despierta pasiones y hace que los niños sueñen con imitarle, pero el Barcelona es más que eso y se las apañó antes de que él existiera y lo hará en el mañana. Costará, es lógico, pero no puede ser que todas las decisiones que tome vayan vinculadas a lo que indique el pulgar del jugador. Si el Barcelona no quiere contar con Luis Suárez o con Jordi Alba, que Messi diga misa. Se asume que para algo están los jefes (denunciable la falta de autoridad en estos últimos tiempos de Bartomeu por el Camp Nou) y que ese es el principal motivo de la llegada de Ronald Koeman, encargado, presumiblemente, de fumigar sin compasión aun a riesgo de que Messi tuerza el morro. Si el delantero realmente quisiera salir del Barcelona, en su café con el nuevo técnico lo hubiera dejado meridianamente claro. Es muy normal que esté deprimido viendo cómo se actúa desde los despachos, sobre todo después de la negligente inacción ante las pistas gordas como lo fueron Turín, Roma o Liverpool, pero no hay que olvidar que Messi siempre dijo la suya ante cualquier proyecto y que tiene su responsabilidad en esta deriva hacia la nada. El verano será largo y pesado para el barcelonismo, pero mucho más lo será si no piensa en el futuro. Porque incluso con el mejor Messi, que lo sigue siendo a sus 33 años, otros equipos también han ganado.

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