Durante mucho tiempo tuve la impresión de que esta sensación de vulnerabilidad e inadecuación era un problema mío, una suerte de estigma o una falla de diseño; tal vez, algún trauma infantil o, de forma circular, quizá nada más que un error, algo que los demás hacían bien, porque estaban más preparados y porque, claro está, eran mejores.

Luego, con los trabajos y los días, empecé a hacer números, y algo no me cerraba. Seguía teniendo la angustiante certeza de que todas las demás personas eran más talentosas, diligentes y esforzadas, pero me llamaba la atención que colegas, amigos, familiares y no pocos conocidos, tarde o temprano, por diversos motivos y por mucho que se ocuparan de disimularlo, dejaran entrever que sufrían la misma invalidez interior, silenciosa, bien ataviada y solemne, solapada y bajo control, pero mordiente como el aguafuerte.

Imaginé durante un tiempo que, por aquello de que Dios los cría y el viento los amontona, me habría rodeado de otras almas igual de desafinadas, de esas que se sienten de más en cualquier reunión y que harían cualquier cosa antes de pedir ayuda, no vaya a ser cosa.

Entonces ocurrieron dos imponderables. Primero, advertí que cuanta más gente conocía, más evidente resultaba que todos sufrían esta indefensión interior.

Y después tuve un instante de revelación, en Córdoba. Me habían invitado para hablar en un evento, y aunque tenía entendido que habría gran concurrencia, nunca me imaginé que iba a salir a un escenario, bajo spots enceguecedores, ante 3000 personas. Pocas veces fui más feliz en mi vida. Doy conferencias desde hace décadas y sufro lo opuesto del pánico escénico. Cuanta más gente, mejor. ¿Pero entonces? ¿Cómo podía ser que hablar en público, una de las experiencias más estresantes que existen (según me dicen), no me alterara el pulso y que a la vez fuera incapaz de interrumpir a dos de mis colegas cuando están hablando, porque detesto importunar? (Por poco no dije “porque detesto importunar cuando los grandes hablan”.)

Cuando Héctor D’Amico me convocó para escribir sobre computación en este diario, en 1993, lo primero que hice fue ir a un local que creo que ya no existe, en el Centro, compré un Pascal y me senté a refrescar mis conocimientos de programación. No me parecía serio publicar artículos tecno sin poder escribir código. No fue una mala decisión, porque el recaudo era acertado y porque me encantó volver a programar. Pero si eso no es ultra corrección, no sé qué es.

En los últimos años, tras indagar con más celo sobre este extraño fenómeno, solo pude encontrar una persona que se sentía por completo segura y confiada. A su juicio, íntimamente, todo lo que hacía estaba bien, era justo y correcto, y era asimismo técnicamente irreprochable. Y nunca vi a nadie equivocarse tanto, en tantas cosas por tanto margen durante tanto tiempo. Así que di vuelta mi hipótesis.

¿Qué tal si madurar no es lo que creemos? ¿Es muy desacertado pensar que la mayoría de las personas seguimos siendo, dadas las circunstancias, como niños pequeños, cuyos temores –supongo que los recordarán– son tan cósmicos y lacerantes como son dichosos sus juegos? Que sí, que el cirujano cuando opera y el piloto cuando aterriza su aeronave se sienten cómodos y tranquilos. Pero que no, no experimentan el mundo siempre con el mismo convencimiento. Sin embargo, como hemos fabricado esta ficción de la adultez monolítica, de que las cosas de niños no son serias y las nuestras, la de los grandes, sí, entonces tenemos que andar ocultando esta frecuente, a veces insoportable sensación de que estamos siempre en deuda, de que somos menos que los demás. Instalamos la idea de que la vida nos enseña cosas. Sí, algunas cosas. Pero lo único realmente importante que nos enseña es que podemos volver a ser niños, y que eso no está mal. No hace falta aparentar nada.

 

Facebook Comments