A Máximo Miccinilli la soledad lo perseguía desde que tenía memoria y cuando su abuelo paterno, Paolino, murió en Roma, comprendió que debía partir. Corría el año 1994, y con apenas 13 años, la noticia atravesó su alma y marcó un antes y un después en su vida, donde la muerte repentina se transformó en una misión de recuperación y reparación de su historia como hijo de inmigrante. Su propio padre, italiano, se había casado con una argentina descendiente de italianos y su destino final como pareja fue Argentina, la tierra que vio a Máximo nacer y crecer, allá por las calles de Quilmes.

“Quiero irme”, lanzó él de inmediato, por aquellos días donde apenas sí había comenzado a cursar el secundario. Sus padres, como era de esperar, no creían que fuera una buena idea, y con la ilusión de que el tiempo transformara sus fantasías, negociaron que podría volar una vez que terminara la universidad en Argentina.

Máximo tomó aquel trato al pie de la letra; convencido, atravesó años de estudio tediosos, largos y conflictivos: “Fue una decisión emocional muy fuerte que concluyó diez años más tarde, cuando defendí mi tesis”, rememora.

Con 23 años, tal como lo había vaticinado, Máximo hizo las valijas para atravesar el océano hacia el viejo continente con el objetivo de reconstruir sus raíces y hallar respuestas. En aquella despedida muchos amigos esperaron un regreso rápido, algunos lanzaron palabras de aliento y otros de reproche. Sus padres, mientras tanto, atravesaron la experiencia con mucha tristeza y dolor: “Se mezcló absolutamente todo: incomprensión, dolor, culpa, rencor y alivio”.

Una Roma familiar: “Sentí que conectaba con mi ser profundo”

“Siempre digo que llegué a Roma un día lluvioso, con dos trajes horribles y un diploma de licenciado en Relaciones Internacionales”, dice Máximo mientras repasa su historia. Lo cierto era que el joven aterrizó vacío de posesiones y certezas, solo con el deseo de recuperar las emociones y las ganas de vivir.

Había terminado la carrera en tiempo récord, de hecho fue el primero en recibirse en una promoción de trescientos. A la capital italiana llegó agotado y envuelto en un alivio inicial que sabía que poco duraría: ¿cómo iba a reconstruir su vida?, ¿alguien entendería quién era ese chico nacido en Quilmes?

Se mudó a tres estaciones del Coliseo, ese espacio donde se reconectó con sus tíos, pero sobre todo atravesó la fortuna de intimar con su tía abuela, Renata: “Sentí que conectaba con mi ser profundo y con lo que habían sido mis abuelos paternos. Fue como reconectar con ellos, su ciudad, su comida, sus pasiones pese a que no estaban físicamente más allí”.

Trabajo y soledad, la fiel compañera

Durante los siguientes dos años, Máximo se dejó abrazar por las costumbres romanas fáciles de amar, tal vez por asemejarse a las argentinas, con sus charlas infinitas con nuevos amigos, la importancia de la familia, y el protagonismo del buen comer y el fútbol. Sin embargo, la soledad lo atrapaba: “Caminé la ciudad como un ser terriblemente solitario”, dice pensativo.

Se entrevistó en hoteles, para vender aspiradoras supersónicas, también en el Vaticano, hasta que finalmente logró un puesto como asesor para el Ministerio de Asuntos Europeos, tras ganar una oposición pública. Pronto, a Máximo lo apodaron el baby argentino maravilla, y no se lo debía únicamente a su talento, sino también a trabajar de 8 a 19 horas, algo fuera de lo común para el italiano promedio: “Pero pronto me daría cuenta de que en realidad no había logrado nada. Estaba casi en cero, sin darme cuenta, a dos pasos de Via dei Condotti. Solo. Pensando”, continúa Máximo.

Fue entonces que el joven decidió presentarse a la competición nacional para ingresar al College of Europe en Brujas, Bélgica. Allí intentaban ingresar los jóvenes italianos de la elite, los mejores, y claro, era casi imposible. Sin embargo, Máximo superó un examen tras otro, hasta que la noticia llegó a sus manos: había logrado una beca para estudiar un año en Brujas.

Bélgica inesperada: “Limpieza, orden, estructura, exigencia y un gran chocolate”

El primer impacto llegó con la ausencia del viento cálido. El aire del Mediterráneo había quedado muy lejos y lo reemplazaba la lluvia permanente, presente unos trescientos días al año. Máximo entendió que el clima todo lo determinaba, como el hecho de que los restaurantes cerraran sus puertas a las 20:30.

Pero más duro aún fue cuando subió al micro que lo llevó al campus, le dirigió sus palabras al conductor en francés y este lo interrumpió en seco: “Solo flamenco”, le dijo.

“El país pequeño, el país de Adamo o de Jacques Brel, era más complicado de lo que hubiera podido imaginar”, describe. “Limpieza, orden, estructura, exigencia y un gran chocolate. Como estudiante, solo había una opción: olvidá la comida y andá a estudiar a tu habitación de 10 metros cuadrados con ducha. Más de 30 nacionalidades conviviendo y compitiendo sin cuartel. Los primeros amigos son los que siguen hoy por aquí en Bruselas: entre españoles e italianos, unos me piden que sea argentino y otros me piden que sea muy italiano pese a mi acento romano-porteño”.

Para Máximo, aquel año fue demoledor, aunque lo acercó a Bruselas y al comienzo de una carrera “muy europea”, con su atmósfera de funcionarios, abogados, comerciales y esa burbuja a la que aspiran cientos de estudiantes, donde la vida se transforma para bien y para mal…

“Con hijos que acumulan pasaportes e idiomas”

En Bruselas, Máximo se sintió menos solo que en su pasado romano. Halló amigos que estaban tan solos como él, que finalmente habían comprendido que eran expatriados insertos en una ciudad donde se respira política, competición y un esfuerzo sin igual. ¿Quién se quedará? ¿Quién triunfará?, era la pregunta que circulaba en boca de todos.

La capital de Bélgica, mientras tanto, amaneció pequeña, abarcable, con la sensación de que todos se conocían o se conocían más o menos. En sus calles halló una gran calidad de vida, aunque con espacio únicamente para aquellos que trabajaban duro: “O la cosa se complica”.

“Una gran ventaja es que aquí podés ser quien querés ser. La nacionalidad no es un asset, la mezcla cultural es la base para poder tener más oportunidades y adaptarse al tipo de vida. Nadie te preguntará: ¿de dónde venís? Es una pregunta secundaria. A 100 metros de mi casa podés comer italiano, libanes, japonés, iraquí, griego, belga, portugués, atendido por cada una de las nacionalidades. La idea de nación e identidad potente se desvanece para dejar lugar al expat y las familias expats con hijos que acumulan pasaportes e idiomas”, continúa Máximo.

“Oportunidades de trabajo no faltan. Al contrario, hace más de cinco años que existe una batalla por el talento que es feroz. La ciudad recibe cientos de pasantes cada seis meses que entran a las instituciones europeas y muchos de ellos deciden quedarse en la ciudad. Alguno me dijo que esta ciudad es como una estación de trenes… la gente llega y se va constantemente. Y es verdad”.

“Bruselas es una ciudad adictiva. Mi trabajo y mi pasión están relacionados con temas de energía y cambio climático. Como centro de poder y democracia Europea, es muy fácil encontrarse con decisores por la calle, en el café, o en alguna estación de tren. Es muy frecuente hablar con ellos como si fueran conocidos o amigos. En otras palabras, esta burbuja es pequeña pero poderosa y atrae a todo el mundo. El proyecto europeo no es perfecto, pero es mucho más efectivo de lo que pensamos. Alemanes, franceses, italianos, polacos, holandeses se ponen de acuerdo en un 80% de las legislaciones nacionales en Bruselas. Bruselas es una máquina de legislar y eso ha creado un bloque y mercado fuerte. Es un experimento político fenomenal, que el Mercosur debería intentar replicar…”, reflexiona Máximo.

“En cuanto a la calidad humana, el nivel de individualismo es gigante. No es una vida en comunidad. Las citas son programadas con mucha anticipación, los horarios más restringidos que en Argentina, y las amistades pueden ser más ligeras que en las culturas del Mediterráneo y latinas. El deporte es una manera de conectar, pero no existen comunidades de vecinos o relaciones informales duraderas. Cada familia, cada individuo tiene su programa semanal y su vida pasa por el trabajo y por los placeres del fin de semana que están vinculados con el deporte, la familia y los viajes. Aunque los belgas son amantes de invitar a amigos a sus casas y salir poco… La lluvia y el frío no ayuda”.

“El ser argentino que llevo dentro fue una cualidad para sobrevivir desafíos”

Treinta años pasaron desde que Máximo, a sus 13, supo de la muerte de su abuelo, una partida que significó el comienzo de su propia travesía. En su afán por comprender por qué lo perseguía su fiel compañera, la soledad, el joven inició una odisea para ir tras las huellas de sus antepasados, que se transformó en un camino de autodescubrimiento: si bien su identidad otorgada resonaba con las formas italianas, su manera de ser halló un espacio tal vez más alineado en tierras belgas, el núcleo europeo. En los suelos argentinos e italianos se había sentido muy solo, en cambio allí, en Bruselas, había logrado finalmente hacer las paces con su esencia solitaria. Ahora sabía que -como todos en esta tierra- caminaba solo, pero a la par de seres que respiran búsquedas similares. Y en su andar, halló el amor de su mujer y le dio la bienvenida a su hijo, para crear una fusión multicultural en el epicentro de la multicultura.

Y hoy, a sus 42 años y en este periplo de autoconocimiento, sus regresos a la Argentina nunca pasan desapercibidos: “Algunos regresos son difíciles y angustiantes, otros regresos más plácidos y reveladores”, asegura.

“Lo cierto es que en cada viaje intento volver a esos sitios en los cuales fui, ¡creo!, relativamente feliz. La universidad, mis amigos, algún profesor, alguna plaza, las librerías de mi adolescencia y los paseos en los cuales tuve momentos en el cual no me sentía solo o atrapado en la misión de ir a Italia. Pero el viaje no acaba con la vuelta a Europa. Siempre dejan una huella que conecta a los viajes previos hasta mi último día como residente cuando tenía 20 años y pocos. Las huellas fueron profundas. Por eso tuve la necesidad casi religiosa de decir algo más de un país que vi cómo perdía el brillo y sufrir, desde afuera”, revela Máximo, quien para purgar sus pensamientos y emociones escribió la novela Espiral, una historia de un hombre cuya lucha por corregir a una sociedad se convierte en una obsesión inmanejable ante la batalla electoral, la violencia social y la esperanza latente de reconstruir su propia historia.

“Admito que en algunas ocasiones me pregunté: ¿y si decido un día que nunca volveré? ¿Y si ya está y ha sido todo? El nacimiento de mi hijo Raphael ha cambiado este sentimiento de ‘abandono’ hacia Argentina. Pero todavía, con sus 6 años, no decido llevarlo a conocer ‘mis lugares’ y el país en general”, confiesa.

“Con mi experiencia he aprendido y sigo aprendiendo muchas cosas. La diversidad de Bruselas exige entender lo diferente y millones de tipos de vidas distintos. No se puede prejuzgar o Bruselas no es para ti. He aprendido a perder el fanatismo por cosas que no me aportan nada, absolutamente nada. He aprendido a perder el miedo a fracasar porque el sistema y el Estado belga son suficientemente fuertes para apoyarte en términos de sanidad, incentivos. He aprendido a emprender. He creado mi empresa y definido lo que quiero ser y cómo contribuir a mis objetivos de máxima como persona y profesional”.

“He aprendido a mirar al mundo y sus grises en todo los aspectos. La idea de la familia, de la amistad, el trabajo… No hay modelos perfectos. También he aprendido que la diversidad es un gran asset pero también ha de ser gestionada en el mejor de los modos. La convivencia requiere que el Estado o las autoridades locales tengan un rol activo y constructivo”.

“He aprendido gradualmente que las pasiones, las frustraciones y los grandes objetivos pueden gestionarse de manera serena y con confianza. Al final y al cabo, Bélgica es un país que genera seguridad y predictibilidad. Dos factores esenciales para generar confianza y progreso en la sociedad… ¡y eso no es poco decir!”

“He aprendido que el ser argentino que llevo dentro y que reprimí fue una cualidad fabulosa para sobrevivir desafíos de todo tipo. Y ese elemento lo estoy reconociendo cada vez más. He aprendido que las grandes condecoraciones, títulos y premios son bonitos para decorar la casa pero que no deben ser nunca un objetivo en sí”, concluye.

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Destinos Inesperados es una sección que invita a explorar diversos rincones del planeta para ampliar nuestra mirada sobre las culturas en el mundo. Propone ahondar en los motivos, sentimientos y las emociones de aquellos que deciden elegir un nuevo camino. Si querés compartir tu experiencia viviendo en tierras lejanas podés escribir a destinos.inesperados2019@gmail.com . Este correo NO brinda información turística, laboral, ni consular; lo recibe la autora de la nota, no los protagonistas. Los testimonios narrados para esta sección son crónicas de vida que reflejan percepciones personales.

 

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