Los cálidos rayos del sol otoñal se cuelan por la coqueta vidriera de una clásica tienda porteña ubicada en Cerrito 1168. Por su estética y prolijidad, las cajas repletas de bombones, figuras de chocolate, confituras y delicados marrón glacé, parecen obras de arte. Al traspasar el umbral, se oye el suave sonido de unas campanas (similares a los llamadores de ángeles) y el delicioso aroma a cacao invade cada rinconcito del histórico local. Con su inigualable encanto, la bombonería “El Crisantemo”, fundada a principios de 1935, se mantiene intacta al paso de los años. “Los clientes me dicen que es como un viaje en el tiempo. Tratamos de mantenerlo siempre igual “, dice Cristina Fukushima, de 70 años, tercera generación al frente de este emblema porteño. En sus manos, tiene una cajita de cartón con papel de seda repleta de bombones artesanales de dulce de leche, chocolate blanco y amargo, almendras, uvas al rhum, avellanas, nuez, naranja, frutos del bosque y menta, entre otros. Enseguida, con sumo cuidado, la envuelve con un papel dorado. Por último, le coloca un moño color carmesí que ella diseñó. “Que los disfruten”, le dice a un elegante señor de traje azulado y sigue con su labor de la temporada: la producción de huevos de Pascua. Cristina ama su oficio, lo aprendió desde pequeña, con apenas diez años. “Me encanta la atención con los clientes”, admite, y comienza, tímidamente, a recordar los inicios del comercio.

Su tío abuelo, un inmigrante japonés, fue quien fundó el emprendimiento familiar hace casi nueve décadas. Don Iwao Fukushima era oriundo de Kumamoto, isla de Kyushu, Japón. Desde temprana edad se dedicó a la agricultura y ganadería ya que su familia tenía una pequeña parcela de tierra. Con apenas veinte años el jovencito dejó atrás su pueblo y se embarcó rumbo a lo desconocido. En sus planes, su primera parada sería Hawái y luego se afincaría definitivamente en Estados Unidos. Sin embargo, el destino le tenía preparado otro camino en Argentina. Tras un largo viaje (de más de un mes) y que incluyó turbulencias y enfermedades, el navío ancló en el puerto de Buenos Aires. Iwao se bajó con “lo puesto” y una pequeña maleta con algunas pertenencias. Los primeros días fueron complejos ya que no comprendía ni una sola palabra en español. El joven comenzó a rebuscárselas y durante un tiempo trabajó en casas de familia japonesas. Luego lo hizo en una conocida fábrica de galletitas. Allí, aprendió algunas recetas y cómo manejar los diferentes tipos de chocolate. Se quemó en más de una oportunidad con las gigantes bandejas de lata, pero descubrió que el mundo de la repostería le apasionaba. Para él, el cacao tenía cierta magia: el aroma y su textura le hacían recordar a las comidas caseras de su madre.

En 1935 Iwao materializó su sueño: abrir una bombonería en el centro porteño. Encontró un pequeño local sobre la calle Libertad 1244, entre Arenales y Juncal. La ubicación fue estratégica, ya que enfrente había una escuela y varios comercios. La bautizó “El Crisantemo” (KIKU, en japónes), en conmemoración a la flor que es símbolo de la familia imperial nipona. De hecho, está asociada a la alegría, el rejuvenecimiento, la longevidad y la vida eterna. El comercio era elegante y prolijo: con el color verde inglés y el naranja predominantes y los cerámicos con diseños florales. Enseguida, gracias al boca a boca, conquistó a los paladares más exigentes del barrio. En aquella época tenían clientes de algunas embajadas, mansiones, bancos y exclusivas tiendas de la zona. “Mi tío abuelo arrancó con bombones artesanales sencillos. En los inicios realizaba uno con merengue; al día de hoy hay clientes que los siguen recordando. Eran rellenos, uno con dulce de leche, otro con dulce de membrillo y uno amarillito con yemita. Bien crocantes. También solicitaban mucho los de mazapán”, detalla Cristina, con una sonrisa. Tiempo después incorporaron bombones más pequeños de estilo europeo.

Como la bombonería crecía al compás del barrio, diez años más tarde optó por mudarse a otro sitio más amplio en un punto neurálgico de la ciudad: sobre la calle Cerrito 1168, frente a la Avenida 9 de Julio. En ese entonces, Iwao le escribió una carta a su familia en Japón contándoles sus nuevos proyectos: en el relato incentivó a los parientes a venir a Buenos Aires. Era tal la demanda en la bombonería que precisaba alguien de confianza para que lo ayude con el despacho y atención de los clientes. Daiko, su sobrino, quien tenía tan solo diecisiete años se animó a la aventura. “Mi padre vino a Argentina y tampoco sabía nada del idioma. Arrancó a darle una mano a Iwao con los repartos: se encargaba de entregar, con una bicicleta, todas las cajas de bombones y marrón glacé por el barrio”, rememora su hija, entre risas. “El Crisantemo” cautivó corazones con sus cajas floreadas, papeles de colores y pomposos moños hechos a mano.

Daiko era un joven muy curioso y con muchas ganas de progresar. Con el tiempo, su tío le enseñó los secretos de cada una de las recetas de sus bombones. Por las noches, se anotó en la escuela para poder comprender el idioma y manejarse cada vez mejor con su fiel clientela. En tanto, a diario se mandaba cartas con Asano, una bella joven que se encontraba en Japón. “Ellos no se conocían, pero la familia les decía que estaban destinados. A los meses, se casaron por poder y mi madre que tenía 23 años se vino en barco con otro grupo de mujeres”, relata. Al tiempo llegaron los hijos: María Cristina, Jorge y Ana María. Asano, a diario, trabajaba en el emprendimiento familiar.

Cristina junto a sus hermanos desde pequeños se criaron con el delicioso aroma a cacao. Jugaban con las latas y cajitas de bombones y en más de una oportunidad se tentaron con las confituras. Luego, comenzaron a ayudar con algunas tareas. “Todos colaboramos. Cuando tenía diez años, apenas llegaba al mostrador, me subía a una caja o banquito para atender a los clientes. También llenaba las cajas o envolvía los marrón glacé. Siempre estábamos en Pascuas y en las Fiestas, fechas muy concurridas. Me acuerdo que en esa época venían los hombres, con sombrero y un ramo de flores en la mano, en busca de una cajita de bombones para complementar su obsequio. Yo pensaba ‘¡Qué romántico!’“, cuenta.

Cuando Iwao se jubiló, Daiko y Asano continuaron sus pasos. Estaban detrás de cada detalle, honrando los valores del fundador. “Papá vino a la bombonería hasta sus 86 años. Después se dedicó a la pintura, otra de sus pasiones. Aquellos cuadros con flores los pintó él. Otra reliquia del local son los “Tres monos sabios” tallados en madera. Los trajo Iwao de un viaje a Japón”, señala Cris, quien sigue con el legado familiar. A ella le encanta atender a los clientes y conversar sobre la vida. “Muchas veces hacemos terapia (risas)”, suma. A su lado, se encuentra Alfredo Iwaoka (72), su marido, preparando unas cajitas de cartón con papel de seda. Hace más de 30 años que trabajan codo a codo para mantener esta dulce tradición del centro porteño.

En una prolija vitrina, lucen las obras de arte de distintos tamaños, formas y colores. Hay variedades para todos los gustos: corazón, flores, rellenos con mousse de chocolate, dulce de leche, menta, naranja, whisky y avellanas, entre otras opciones. También de fruta glaseados y azucarados. Una particularidad de la casa es que el cliente puede tomar una cajita (¼, ½, ¾ o kilo) y rellenarla a su gusto. Según detallan los que tienen más demanda son los de dulce de leche, menta y uvas al rhum. Aunque las naranjitas bañadas en chocolate no se quedan atrás. “Los bombones que ofrecemos son tradicionales. En los últimos años incorporamos algunos pintados, pero tratamos de mantener los clásicos. Los habitués vienen a buscar eso. En cuanto a la materia prima, trabajamos con los mismos proveedores desde hace años”, admite Alfredo, mientras prepara una bolsita con unos de fruta para unos extranjeros.

Otro ícono de la casa es el marrón glacé (castañas confitadas y glaseadas), un clásico europeo, de otras épocas, que se consigue en muy pocas bombonerías y confiterías de la ciudad. Cristina cuenta que las castañas son importadas (de España e Italia) y que para su preparación “se necesita mucha paciencia ya que son delicadas”. Son por encargo: el cliente suele solicitarlos con unas horas de anticipación y se los preparan en el momento. “Eran una de las especialidades de mi padre. De pequeña yo me encargaba de envolverlos”, cuenta.

En los estantes están las cajas que atesorarán las deliciosas piezas de chocolate. Además de las formas clásicas, hay otras pintadas a mano (por una artista local) con flores de Van Gogh y Monet y hasta de madera y vidrios de colores. También ofrecen con escarpines rosa y celeste, infaltable en los nacimientos. A Cristina y a su hija, Florencia, les fascinan las manualidades y se encargan de diseñar algunos modelos al crochet y origami. Como las canastas y conejos de Pascua repletos de huevitos de chocolate. “Los días más concurridos son el de la Madre, San Valentín, de la Mujer, Pascuas y Navidad. Teníamos clientes fijos de las oficinas, pero tras la pandemia bajó muchísimo el trabajo. Va repuntando de a poco”, admite Alfredo y cuenta que la última reforma del local se realizó en la década del 70.

“Siempre que paso por la zona me doy una vuelta por la bombonería. Tiene algo mágico y me hace acordar mucho a mi abuela. Cuando salía del colegio, ella me pasaba a buscar y veníamos a comprar chocolates”, cuenta Valentina, mientras prepara una cajita con sus sabores predilectos. El Crisantemo tiene clientes desde hace más de tres generaciones. “Para nosotros es un orgullo que nos sigan eligiendo y que continúen la tradición. Más que clientes ya son familia”, reconoce Cristina y recuerda algunas figuras del mundo del espectáculo, política, periodismo y deporte que han pasado por su local. Entre ellos, se encuentra la diva de la televisión, Susana Giménez. “Estacionaba en la puerta, se bajaba con sus anteojos oscuros y se llevaba una caja armada con un surtido de bombones”, cuenta. Otros habitués: Luis Brandoni, Carlos Saúl Menem y Enrique Wolff.

“En este local soy feliz. Es lindo honrar el camino de mi tío abuelo”, remata Cristina. Esta tarde, junto a su hijo Federico continuarán preparando los huevos de Pascua con la misma pasión que Iwao, quien comenzó con esta dulce historia con sabor a chocolate.

 

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