Que pasamos muchísimo tiempo pensando en nosotros no es ninguna novedad. Pero con los años uno va exhumando cierta verdad dolorosa: el ombliguismo no es un vicio de propios o ajenos. De la población urbana o de algún grupo etario. Somos así. Y en mi opinión no podríamos haber sido de otra manera. Quimera paradójica de lo reptiliano y lo angelical, ADN consciente de sí, carne que presume un alma o un alma que se atreve a la carne, los humanos estamos muy solos en el universo. Alrededor, los demás seres vivos, e incluso la relojería celeste o los elementos de la Tabla Periódica, están en paz consigo. Tu perro experimentará toda clase de emociones, pero nunca te dirá que tiene un problema.

Ya me conocen. No voy a sugerir que volvamos a un estado de inocencia beatífica o alguna otra alucinación de ese diámetro. Somos hijos del universo, no menos que los álamos y las liebres, y si nos tocó la consciencia y el libre albedrío, hay que jugar con esas cartas. Acaso exista virtud en tender un puente entre lo inaccesible del ser árbol, libélula o gorrión y nuestra propia condición laberíntica y controvertida, que, al mismo tiempo que es, sabe que es. No podemos aspirar a mucho más que tal puente. El universo no se plantea cosas. Nos corresponde a nosotros ese calvario. O esa redención.

Pero nuestras condición tiene también sus vicios, y el más insidioso es el ombliguismo. O sea, creer que todo orbita alrededor de nuestros egos solares y cegadores. Así, vamos por el mundo atentos a los demás, sobre todo a aquellos que tienen alguna influencia en nuestras vidas, y rumiamos durante horas cómo nos miró aquel, cómo nos saludó aquella y cómo aquellos otros cambiaron de tema justo cuando llegamos, un poco descomedidos, a esa reunión. El punto es que no cambiaron de tema. No por nosotros, al menos. El que nos miró de esa forma algo inescrutable ni siquiera nos llegó a ver, abrumado por sus propias adversidades. Y la que nos saludó algo seca (o demasiado afectuosa), lo mismo, no tiene que ver con nosotros. Más aún, cuando nos desvelamos por la forma en que los otros podrían estar juzgándonos, no estamos pensando en los otros; estamos pensando, sin poder evitarlo, en nosotros.

Tal vez lo que más echamos de menos del enamoramiento es que durante un breve período otra persona ocupó nuestros despertares. De lo contrario, lo primero que pensamos al abrir los ojos es en nuestros asuntos, nuestra agenda, nuestra pequeña o gran obsesión de ese día o esa semana. El enamoramiento es un oasis en ese desierto de egocentrismo al que nos condena nuestra propia naturaleza extravagante y paradójica.

No podría ser de otro modo; no me propongo cuestionar a nadie. Pero no está de más hacer consciente esta fijación que tenemos con nosotros mismos. ¿Quién está siempre en tus sueños, infaltable y en general angustiado? ¿Por qué el reconocimiento de los otros es tan adictivo? Y una pregunta todavía más incómoda: si tuvieras que apostar a que al menos una persona está pensando en vos ahora, ¿quién sería? ¿Hay alguien?

La maniobra más elemental para sobrevivir a la avalancha del yo es tener. Tener cosas. Conduce al consumismo y a la ostentación, pero al menos por un rato salimos del laberinto espejado y ponemos la mente en otro lado. El siguiente escalón es el ser. Es un salto enorme, porque lo que somos es (casi) siempre algo que somos en función de los otros. Si hacemos un esfuerzo adicional y nos damos cuenta de que nadie está pensando ahora en nosotros y que nosotros tampoco estamos pensando en nadie, entonces podríamos empezar a desovillar ese ego enmarañado y empezar a existir. Existir es vivir integrado a algo de un orden superior, abandonar la arrogancia, tener fe, indagar, cuidar, meditar, encontrar por fin un lugar. El grado más alto de esta evolución es el trascender, que es una forma de seguir existiendo cuando dejamos de existir. En un hijo, en un libro, en un árbol.

 

Facebook Comments