The Moon is a Harsh Mistress, conocida en español como La Luna es una cruel amante, es la primera novela de ciencia ficción que relata una guerra nuclear en el espacio. Robert A. Heinlein la escribió en 1966 –11 años después de la bomba de Hiroshima–, inspirado en la alarmante rivalidad entre Rusia y Estados Unidos, que presagiaban los lanzamientos de los satélites Sputnik y Explorer, en 1956 y 1958, respectivamente. Pero el verdadero pionero en trasladar al cosmos el escenario de un conflicto atómico entre dos superpotencias fue el italiano Mario Bava, que en 1965 filmó la coproducción italonorteamericana Planet of the Vampires (Terror en el espacio), con Barry Sullivan y la inquietante Norma Bengell.

Desde que comenzó la Guerra Fría, hace casi 80 años, el mundo llegó varias veces al borde de un duelo nuclear. Pero, gracias a una buena dosis de diplomacia y tolerancia, las superpotencias se detuvieron antes de apretar el botón rojo que abre las puertas del infierno para dejar escapar fuerzas de destrucción capaces de vitrificar el planeta. Esa amenaza dantesca se ensombreció aun más el 14 de febrero, cuando surgió la perspectiva de un enfrentamiento nuclear en el espacio. En términos particularmente sibilinos, que sugerían lo peor sin afirmar nada concreto, el republicano Michael Turner –presidente de la Comisión de Inteligencia de la Cámara de Representantes– exigió que la Casa Blanca desclasificara las informaciones relacionadas con “una grave amenaza para la seguridad nacional”.

Esa frase sirvió de prólogo a una secuencia extremadamente ansiógena que aludía, en realidad, a la “intención rusa” de “desplegar en el espacio un arma nuclear” que podía ser utilizada contra satélites. Algunos expertos evocaron la hipótesis de un misil hipersónico Zircon 3M22 capaz de desarrollar una velocidad de Mach 8, diseñado para atacar objetivos navales y terrestres, que fue experimentado en 2023. Desde que comenzó la carrera espacial, a mediados de los años 1960, Estados Unidos experimentó diversos tipos de armas que podían ser disparadas a gran altura desde bombarderos B-47 para interceptar satélites. Rusia y China, también probaron por su lado “misiles asesinos” para destruir sus propios artefactos espaciales. Todos eran de sofisticada tecnología, aunque convencionales.

Ahora, en cambio, se trataba de escalar un peldaño más, pues el proyecto atribuido a Moscú consistía en desplegar un arma atómica en el espacio. Una hipótesis de esa índole fue teorizada en los años 1960 por Herman Kahn, eminente estratega de la Rand Corporation y del Hudson Institute, a través de una metáfora visual que denominó la “escala de la escalada”. Su esquema teórico comportaba 44 peldaños. El punto más alto era la “destrucción nuclear.

Medio siglo después de las abstracciones de Kahn, el problema que presenta ahora el supuesto proyecto de Vladimir Putin es más delicado. Rusia no necesita mantener un artefacto en vigilia permanente en el espacio esperando el momento de utilizarlo, pues posee armas nucleares disponibles para uso inmediato. Son los misiles balísticos de largo alcance transportados por los submarinos y los cohetes. Colocar un explosivo en órbita o disparar un cohete con una cabeza nuclear no presenta mayores dificultades técnicas: todos los proyectiles intercontinentales, como el famoso misil hipersónico Zircon 3M22, deben atravesar durante algunos minutos la estratósfera, donde orbitan los satélites, antes de regresar a la tropósfera para impactar el blanco.

“Un disparo desde la Tierra cumpliría el mismo objetivo”, confirma el doctor Malcolm Davis, del Instituto Australiano de Política Estratégica.

Algunos expertos norteamericanos, sin embargo, sostienen –sin aportar evidencias– que entre los 11.000 satélites presentes en torno de la Tierra hay “varios ASAT” (abreviatura del inglés de “Anti Satellite Activities”). Esas armas, que a menudo orbitan embozadas con aspecto inofensivo y pueden alojar un arma atómica, están diseñadas para destruir a otros artefactos espaciales.

En su libro The Bomb, publicado en 2020, el especialista en estrategia militar Fred Kaplan explica que dos comités del Consejo Nacional de Seguridad (NSC) reunidos por orden de Barack Obama llegaron a la conclusión de que, en cualquier circunstancia, Estados Unidos debe responder con extrema determinación a un ataque nuclear. Cualquier otra actitud debilitaría la credibilidad norteamericana y de la Alianza Atlántica, y sería interpretada como una virtual capitulación.

Desde el punto de vista de la “semántica de la disuasión”, ese sería el dilema que podría enfrentar Estados Unidos en caso de nuclearización del espacio. Pero, desde una perspectiva geopolítica, se trata de una disyuntiva existencial porque pondría en juego –sencillamente– el futuro del planeta. Durante la Guerra Fría, las dos superpotencias acumularon un vasto arsenal de armas de bajo rendimiento: a título de ejemplo, la bomba de Hiroshima, con una potencia de solo 15 kilotones, provocó entre 70.000 y 140.000 muertos –según las fuentes–, pulverizó un área de 3,8 km2, destruyó una zona de 400 km2 e irradió más de 20.000 km2. Ese escenario equivale, en la práctica, a una pequeña ciudad europea. La bomba B61, que aún equipa el arsenal norteamericano, tiene una panoplia de seis versiones con potencias explosivas de 0,3 a 340 kilotones. A pesar de los daños colosales que provocaría un proyectil de ese tipo empleado sobre la superficie terrestre, la dimensión político-militar del “mensaje” sería limitada porque afectaría un perímetro –relativamente– restringido. El resto del mundo no sufriría daños humanos ni materiales, y solo los países vecinos padecerían las consecuencias de la nube radiactiva.

La hecatombe sería infinitamente superior en caso de explosión nuclear en un espacio limitado como la estratósfera porque, en primer lugar, crearía una espesa nube de polvo, humo y partículas radiactivas que bloquearían la luz solar en forma durable, lo que provocaría un enfriamiento global potencialmente catastrófico. Ese fenómeno, conocido como invierno nuclear, tendría consecuencias similares a la Edad Glaciar que se produjo hace unos 115.000 millones de años y duró hasta hace 11.700 años, época en que comenzó el Holoceno, en el cual vivimos. Incluso si la explosión se produjera en el espacio, las emisiones radiactivas llegarían a la superficie de la Tierra expandiendo peligrosos niveles de contaminación, causarían graves perturbaciones de las redes electrónicas, destruiría los satélites de comunicaciones y generaría impulsiones electromagnéticas (EMP) con repercusiones sobre las infraestructuras críticas (redes eléctricas y redes informáticas). También alteraría los ciclos climáticos, destruiría cultivos y tendría un impacto devastador en la vida vegetal y animal. Pero, sobre todo, el efecto acumulado desencadenaría un colapso económico y social a escala global con una brutal disrupción de las redes de distribución de alimentos y de los servicios médicos. El malestar social generalizado originaría éxodos masivos y conflictos provocados por el hambre, la miseria y la noción de haber llegado al fin del mundo.

La desolación del planeta no apaciguaría la sed de revancha de algunos dirigentes mundiales, que siempre tendrán razones y proyectiles al alcance de la mano para saciar sus pulsiones bélicas: “La próxima guerra mundial –predijo Albert Einstein– se hará con piedras”.

Especialista en inteligencia económica y periodista

 

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