SAN SALVADOR.– Tras un primer quinquenio, la nación conoce los rasgos prominentes de la administración y entiende algunos en una clave crítica. Se sabe que hay una debilidad por la grandilocuencia, por ponerles títulos rimbombantes a los proyectos, que es un gobierno de ocurrencias más que de políticas transversales y que no admite ahorros cuando se trata de promocionar al presidente o a sus éxitos en clave publicitaria a escala internacional.

No es el primer mandatario salvadoreño con esa preferencia por el marketing político, ni tampoco el primero con un apetito voraz por la penetración de su marca en el entorno regional, y no es la primera administración en la que los funcionarios valen más por su obediencia que por su capacidad técnica o méritos académicos.

Pero la sistematización de esa rutina, la de sustituir la política con el espectáculo y llenar la tribuna pública de divertimentos, supone algo más delicado: la trivialización de los problemas de la nación.

Es más cómodo conversar sobre el fin del globalismo que sobre los índices de corrupción, es más fácil referirse a las ganancias con la presunta inversión gubernamental en ese activo que a los cientos de fallecidos en los centros penitenciarios en el último año, es más conveniente hablar sobre la familia desde la controlada y producida semiótica de la cúpula que desde los miles de familias que reclaman justicia desde la ola homicida de hace dos años y sus terribles consecuencias.

FUENTE: LA PRENSA GRÁFICA (EL SALVADOR)

 

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