La Argentina está buscando salir de un colapso. Para eso hay reformas propuestas de parte del Gobierno y diverso tipo de respuestas en el resto del sistema político.

Dentro de las acciones oficiales, la estabilización macroeconómica parece ser la primera prioridad; mientras –entre las otras reformas esperadas– la necesaria conformación de un nuevo y más flexible entorno regulativo para la economía depende de acuerdos políticos y la apertura internacional parece esperar para cuando las dos anteriores se concreten.

Los efectos inexorables del proceso son duros de soportar, pero (dadas las circunstancias) no es fácil imaginar mecanismos alternativos para salir de las consecuencias de lustros de malas prácticas (una ley de la naturaleza es que por toda conducta –buena o mala– se generan consecuencias). Y una de nuestras consecuencias es el empobrecimiento.

Nos empobrecimos progresivamente. En 2011 la pobreza alcanzaba al 28,7% de la población; en 2015 llegó a 30,1%; en 2019 ya impactó al 35,5% y en 2023 alcanzó al 41,7%.

No siempre se advierte que es de urgente necesidad, para atacar el problema social, un mejor entorno regulativo (desregulación) en la economía. Así, si bien la usual principal respuesta en la discusión pública ante el empobrecimiento refiere a las políticas subsidiantes, la única manera de prever soluciones estructurales es instaurar un sistema socioeconómico en el que la productividad de los argentinos se incremente de modo de llegar (todos) a crear y acceder a más bienes y servicios. Es una perogrullada decirlo, pero el asistencialismo solo reparte dinero, mientras que lo que mejora la condición social es el acceso a bienes y servicios (y no a los billetes, que –como explica Borges en “El Zahir”– no sirven en sí mismos y solo tienen por finalidad un intercambio por prestaciones). La política se ha enfocado mucho en el reparto de dinero y poco en la creación de riqueza (y no son lo mismo).

La mejora social sostenible depende de mayor productividad que permita a cada uno contribuir a la mejor generación de bienes y servicios y –como consecuencia, por el proceso de intercambio en una economía que funciona adecuadamente– luego acceder a su consumo. Con buenas políticas de por medio, por supuesto. Ya reclamaba Perón que cada argentino produzca, al menos, lo que consume. Pero hoy es raquítico nuestro número de 6,5 millones de trabajadores formalizados en el sector privado (menos de la mitad del total de trabajadores).

Escribió Armando P. Rivas que la pobreza no es producto del egoísmo de algunos sino de la improductividad de muchos.

Así, el problema del trabajo es crítico. Entre nosotros son (somos) demasiados los que no generan el valor requerido para la mejora social. Según Cepal, la tasa de ocupación en la Argentina es de las más bajas de América Latina (bien por debajo del promedio regional –y la menor entre los países comparables–). Y, conforme surge de cifras de BM y OIT, mientras la Argentina ocupa el lugar 24 en el ranking de países por su PBI nominal, está en el lugar 66 en el de productividad laboral. Esa productividad laboral cayó en la Argentina (según CEIC) en 8 de los últimos 12 años medidos. Es grave que nuestra productividad laboral –en estadísticas de OIT y entre 181 países medidos– equivale a solo la mitad del promedio mundial (y es apenas 20% de la de quienes lideran el ranking).

La reducción de la pobreza supone generación de riqueza y mejor participación de las personas en el proceso (de creación y de acceso). Para lo que se requieren más y mejores empresas. Y no solo Pymes (el liderazgo en una economía lo generan las más grandes que empujan la transformación tecnológica y elevan la competitividad sistémica). Es cierto que las pymes crean mucho empleo, pero también lo es que más de la mitad de ellas son eslabones de cadenas de valor lideradas por las más grandes. Por caso, más de 80% de las exportaciones en todo el mundo provienen de grandes empresas. Toda cadena comienza en los primeros eslabones.

Pero (según América Economía) entre las 100 mayores empresas latinoamericanas, 44 son brasileñas, 23 son mexicanas, 15 son chilenas y solo 7 son argentinas (6 son colombianas y 4 peruanas).

El mundo acelera grandes transformaciones. Una es la revolución tecnológica que modifica prácticas productivas y muta ámbitos en la vida social. Lo que ha llevado a que el nuevo gran motor del crecimiento económico, que mejora la condición social de la población, es la expansión del conocimiento. En los países prósperos, el capital intelectual es el más crítico impulso de la mejora económica, social y cultural.

En el Global Knowledge Index (Índice global de conocimiento), del Programa para el Desarrollo de las Naciones Unidas (UNDP), los mejor calificados son Suiza, Finlandia, Suecia, Países Bajos y Estados Unidos de América. Y no hay latinoamericanos entre los 40 mejores. Aunque buscando los países de nuestra región los mejor posicionados son Chile (46), Uruguay (50) y Colombia (58). Luego se hallan Panamá (61), Perú (62) y Bolivia (64). Y, ya debajo de la mitad de los evaluados (que son 133), aparecen la Argentina (69), Costa Rica (70) y Brasil (75). El índice evalúa el conocimiento en relación con el sistema educativo, la calidad económica, el estado de la investigación y desarrollo, la capacidad tecnológica y de las comunicaciones y la calidad del ambiente.

La posición argentina exhibe el resultado de una catástrofe. La descalificación cognitiva general es el antecedente de menos empresas exitosas, menos trabajadores bien pagos, peor calidad de vida, inferior desarrollo científico y hasta peor convivencia. La pobreza es un efecto de la ignorancia relativa. Vivimos la paradoja de las buenas individualidades en un mal sistema: lo público ahoga lo privado.

Pero es un error ubicar el conocimiento solo en el sistema educativo: el conocimiento está en todos lados y especialmente, en la economía, en las redes lideradas por innovativas empresas internacionalizadas que suman inventores que patentan, universidades que investigan, inversores que financian, líderes que organizan y calificados recursos humanos que desarrollan valor. Thomas Friedman las llama “coaliciones complejas adaptativas”.

Es así que aparece Odiseo, la primera nave espacial de una empresa privada que aterrizó en la Luna. Y la inteligencia artificial con capacidad de evitar accidentes de automóviles. Mientras científicos en Galway crean un nuevo método contra el Parkinson y en la Universidad de Hawái promueven un sistema de diagnóstico sanitario portátil no invasivo basado en muestras de sudor. E innovativas empresas crean la nueva convergencia real/digital (“figital”) y la hiperautomatización.

Nunca el conocimiento fue más descentralizado, menos dependiente de los ministerios, más posicionado en ambientes económicos innovativos y abiertos para que los agentes creen y produzcan. Y nunca se relacionó tanto con la productividad laboral. Explica The Economist, citando a Carnegie Mellon University, que las empresas que innovan más a través de la inteligencia artificial exhiben hoy 25% más de crecimiento del empleo y 40% más de crecimiento de sus ingresos.

La solución sustancial del problema no depende de más subsidios. Ni se remite solo a “crear empleo” (porque no todo empleo garantiza productividad). Algún día hay que mirar más allá de la emergencia. Y dar espacio a la competitividad y creatividad empresarial.

Hacia adelante, será preciso conformar un cuadrado integrado por más inversión, mejores empresas, un salto tecnológico y (consecuentemente) más trabajo calificado.

Presidente del comité argentino de la International Chamber of Commerce (ICC) y Director de la Maestría en Dirección Estratégica Tecnológica en el ITBA

 

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