El presidente Javier Milei tiene evidentemente un problema en el uso del lenguaje. Librado al ímpetu del carácter, que se desmadra a menudo, lanza denuestos contra instituciones y personas sin medir la dimensión de los agravios. Estos desafueros constituyen, inevitablemente, una limitante para él, pues no puede pasarse el tiempo de su gestión presidencial reparando los daños que ha producido con expresiones irreflexivas, lanzadas a troche y moche.

Un pedido de disculpas puede interpretarse como un gesto de humildad; pero diez o cien pedidos de disculpas, hechos de forma personal o por interpósita persona, como podrían haber sido las mediaciones ya experimentadas por la sufrida ministra de Relaciones Exteriores, Diana Mondino, traspasan la raya de lo admisible en el mundo civilizado.

El periodismo se siente agraviado por las constantes injurias del Presidente contra medios, instituciones representativas de la actividad y profesionales, en muchos casos de sólida y respetable trayectoria en el oficio, como Joaquín Morales Solá o Jorge Fernández Díaz, entre otros.

Milei no es el primer presidente que haya pretendido intimidar a la prensa. Néstor Kirchner lo hizo desde antes de asumir la presidencia, sin perjuicio de los pésimos antecedentes que arrastraba. Los años pusieron en evidencia la madeja de intrigas que elaboraba para instaurar un sistema de corrupción que violentó las leyes, sepultó la moral pública, y permitió el enriquecimiento de familiares y amigos. Cristina Kirchner procuró perfeccionar el sistema heredado de hostigamiento a la prensa, y ambos contaron en medios de comunicación del Estado con la colaboración de miserables aplicados a la sucia tarea de zaherir al periodismo renuente a sujetarse a los dictados políticos del gobierno, mientras cobraban sueldos que pagábamos todos.

El periodismo ha contestado al presidente Milei sin descender a la sordidez de un lenguaje enviciado. De nada sirve proclamar una y otra vez la consigna “libertad para todos” si a diario la palabra presidencial tiende a generar una atmósfera de hostilidad hacia la prensa.

Cabe una nueva exhortación a Milei para que desista del lenguaje colérico impropio de quien inviste la más alta jerarquía

Cabe una nueva exhortación pública a Milei para que desista de aquel lenguaje colérico cuya sustancia expresiva podría pasar inadvertida en los bajos fondos de cualquier urbe, pero que es impropio de quien inviste la más alta jerarquía de la Nación. Una exhortación de esa naturaleza debe ser hecha por el periodismo de manera enérgica, pero con el cuidado de evitar una victimización que lo presentara como único destinatario de los desmanes verbales del Presidente.

En estos días, Milei adhirió a una andanada de insultos por la web contra el jefe de algunas organizaciones de medicina prepaga. ¿Hasta cuándo seguirá en esa frenética carrera sin que se abra en los tribunales una catarata de juicios por difamación, injurias o calumnias según sea el caso? A un reconocido economista liberal y al actual gobernador de Chubut los calificó tiempo atrás en términos que movilizaron en rechazo de sus palabras a los dirigentes de la asociación que vela por las personas con síndrome de Down. Patricia Bullrich, hoy reconocida como una de sus más valiosas colaboradoras, fue para Milei alguna vez una “montonera tirabombas”. ¿Y qué decir del trato que tiempo atrás le dispensó al Papa?

El Presidente ha dicho que no se quedará callado frente a la prensa que critica sus políticas. Es lo que corresponde a su papel. Nadie ha dicho que deba hacer lo contrario, y menos que las empresas periodísticas deban quedar exceptuadas del riesgo empresario, pero quedará como un charlatán si vuelve a hablar de periodistas “ensobrados” o de medios que se han prostituido por la “pauta oficial” y no denuncia simultáneamente, con absoluta claridad, el nombre de aquellos a quienes se ha referido elípticamente. No causa gracia el peligro de quiebra de una empresa periodística o de cualquier otro orden. Lo impiden mil razones; la principal es la de constituir una fuente de trabajo legal.

Si la decisión del primer mandatario es no quedarse callado, deberá tener entonces el coraje de asumir en plenitud las responsabilidades inherentes a lo que dice. Mientras tanto, deberá ejercitarse en el dominio un poco más ejemplar, al menos, de una lengua cuyos primeros vestigios datan de San Millán de la Cogolla, Rioja, en la última parte del primer milenio de nuestra era. Una lengua, en fin, que ha contribuido notablemente desde Cervantes a la cultura universal.

Sería deseable, pues, que nuestro presidente hablara como manda Dios, a quien invoca con frecuencia y esperemos que no en vano.

 

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