La repercusión internacional del film italiano Siempre habrá un mañana (actualmente en exhibición en Buenos Aires) lleva a reflexionar sobre la sorprendente respuesta que generó Paola Cortellesi (50), popular comediante que con este film debutó como realizadora (lo protagoniza, además). Asunto: la simple y sufrida peripecia de un ama de casa romana, en 1946. Para sorpresa de los medios (y de ella misma), pegó en la sensibilidad del público con inusitada fuerza y arrasa con las recaudaciones.

Una de las claves de este fenómeno admite, tal vez, la consideración de hitos institucionales e históricos de la sociedad italiana. Y no solo. En una secuencia aparentemente trivial del anecdotario doméstico que desarrolla Cortellesi, también guionista (la acción transcurre en el Testaccio, zona de Roma que albergó al antiguo matadero), Delia, la heroína de la historia, se queja ante su empleador porque un colega, recién iniciado en el mismo trabajo, gana 40 liras por cada pieza que entrega, mientras ella recibe solo 30. La explicación del patrón es obvia: el otro es hombre.

El punto candente del plot reside, en realidad, en el sometimiento doméstico de una mujer a la autoridad violenta de un marido castigador. Sin embargo, en conconcordancia con esa sumisión ante el dominio “patriarcal”, hay una dependencia en virtud de la “jerarquía” de los ingresos del hogar generados en la órbita del trabajo. Una situación no menor que en Italia ha experimentado una reacción ya desde tiempos de la industrialización y el crecimiento urbano; se acentuó con las dos guerras del siglo XX, principalmente después de la segunda (1939-1945). En ese lapso histórico la mujer italiana se fue afirmando en lo que se define como forza lavoro. Esto es, una presencia de peso en el mundo del trabajo.

Un gran avance de las mujeres peninsulares sobrevino en junio de 1946, cuando obtuvieron el derecho al voto, en ocasión del referéndum que rompió con la monarquía y condujo al sistema republicano (en el que –dato significativo– las votantes femeninas fueron mayoría), y luego, en enero de 1948, cuando entró en vigencia la Constitución, que aseguró la paridad de derechos de hombre y mujer. El reclamo que Delia había formulado a su empleador en la ficción, dos años antes (volviendo al film de Paola Cortellesi) finalmente fue concedido, al menos en la legislación.

Sin embargo, la homologación de derechos en los distintos órdenes del mundo laboral no siempre funcionó en la práctica, a veces por la índole peculiar de los oficios; otras, por las singularidades de las relaciones familiares. Y subsistió la disparidad de retribución, como así también el difícil equilibrio entre el trabajo y la vida familiar. Algunas de estas desigualdades se han visto contrarrestadas por la vigencia de leyes comunes a los países integrantes de la Unión Europea, como la paridad de oportunidades en materia de realización personal.

En relación al cine como registro de procesos históricos a través de la ficción, el desempeño femenino en compromisos laborales asomó en films de posguerra, sucedáneos del neorrealismo, como el canónico Arroz amargo (1949), de Giuseppe De Santis, que propuso una trama con visos pasionales en el ámbito de la recolección de arroz, una tarea confiada excluyentemente a mujeres.

Otra temprana aparición de una mujer en situaciones de trabajo, pero en tono de comedia, fue la celebrada pizzaiola de una muy joven Sophia Loren en un episodio de El oro de Nápoles (1954), de Vittorio De Sica. A finales de siglo Marco Bellocchio rescató un relato de Luigi Pirandello en La nodriza (1999), en el que una muchacha campesina (Maya Samsa) es empleada por un profesor para el amamantamiento de su bebé, descuidado por la madre.

Pero es Arroz amargo el film que permanece como emblema de una cinematografía que, durante décadas, se apoyó en la imagen y la personalidad de figuras femeninas. Fue Silvana Mangano y su icónica imagen la heroína de este melodrama que transcurre en un período del año en que las mujeres se concentran en un marco espacial anti escenográfico, expuesto a la naturaleza, las llanuras de Pavía y Vercelli y los arrozales. Acuden allí para una tarea que solo las mujeres podían realizar (Italia era el segundo país productor de arroz en el mundo), con sus piernas sumergidas en el agua. La Mangano se instituyó en un arquetipo femenino, la carnadura ficcional de una operaria: la sensualidad sin maquillaje, la erotización del trabajo físico.

Con este aporte De Santis se anticipó a un modo de representación con el que se instalaría en el cine una mirada propia de la modernidad: el cuerpo filmado –representado– adquiere una dinámica que lo distancia de la óptica clásica.

A la notoriedad física e interpretativa de las actrices, algo que trascendió como “marca de origen” de la Península con la tríada Mangano-Lollobrigida-Loren (Gina Lollobrigida se consagró en 1953 como la célebre bersagliera de Pan, amor y fantasía, de Luigi Comencini), se sumó otro aporte: el cine italiano dio insoslayables producciones de dos realizadoras mujeres, Liliana Cavani y Lina Wertmüller, un hecho que (si exceptuamos el temprano caso de Leni Riefenstahl, a quien en Alemania sostenía su admirador, el Fürer) no era común en la cinematografía europea.

La excepción sueca

Una excepción –permítasenos un paréntesis– fue Suecia. En efecto, hacia 1987, en la Mostra de Venecia compareció un film sueco protagonizado por Erland Josephson (Amorosa, filmado allí mismo, en “la Laguna”), no dirigido por Ingmar Bergman sino por una mujer: la bella exstar Mai Zetterling. “¿Sabía usted que Suecia es el país donde más han proliferado las mujeres que se animan a dirigir cine?”, preguntó Zetterling al sorprendido autor de estas líneas. “En mi país –agregó– toda actriz de fuste sueña con realizar, alguna vez, su propio film.” En ese catálogo se inscriben Suzzane Osten, Sofia Norlen, Viveca Lindfords y, entre muchas otras, las “herederas” de Bergman: las inolvidables Ingrid Thulin y Gunnel Lindblom, sin olvidar a la noruega (nacida en Tokio) Liv Ullman, responsable de no menos de seis títulos.

Como las suecas, Cavani y la Wertmüller (quien antes de encarar la responsabilidad de dirigir había asistido a Federico Fellini en 8 1/2, nada menos) fueron pioneras. Después se sumaron otras, a veces alentadas por vínculos familiares, como Cristina Comencini, heredera de Luigi. O Simona Izzo, notable actriz, esposa de Ricky Tognazzi. Con su film-debut Mignon è partita se sumó Francesca Archibugi, que ya acumula en su producción más de una docena de valiosos films. Y a principios de este siglo, con el renacimiento del cine napolitano (un importante fenómeno regional que acometieron Paolo Sorrentino, Antonio Capuano, Vincenzo Marra y otros) asomó Wilma Labate, notable documentalista romana.

El aporte más significativo en cuanto a cine de autor de las generaciones más jóvenes es el de Alice Rohrwacher, quien a los 44 años ostenta varios galardones en festivales internacionales; su más reciente film, el notable Quimera, pasó por Buenos Aires en la reciente Semana de Cine Italiano.

Ahora, Paola Cortellesi. Esta realizadora suma, a su talento en el métier, un factor de poder; las recaudaciones y los alcances de la distribución, en efecto, redundan en la afirmación de la industria peninsular. Y una observación suya revela, frontalmente, la gravitación de lo femenino en la política y en la sociedad actual de su país: “Las dos mujeres más poderosas de Italia son Giorgia Meloni y Elly Schlein”, sentenció. Se está refiriendo, por un lado, a la primera mujer que llega al rango de premier en el país, la líder de Fratelli d’Italia (ultra derecha) y, por otro, a su principal opositora, la Schlein, secretaria general del Partido Democrático (centro izquierda), extremadamente joven, contestataria, homosexual. Y carismática, por lo demás. El “mañana” del título del film de Cortellesi ya es el “hoy”, un escenario en el que la mujer italiana detenta una relevancia inédita (además de poder), impensable en tiempos del Referéndum de 1946 que, en la ficción, cierra esa historia. Y que abrió, potencialmente, otra era.

 

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