¿En qué momento se jodió Latinoamérica? Con una pregunta parecida abre Vargas Llosa su novela Conversación en la Catedral, solo que el Nobel hace referencia al Perú y no al continente. Y si bien quizá sea un lugar común referirse a nuestras tribulaciones con esta referencia, lo cierto es que han pasado más de 50 años desde su publicación y, aunque parezca increíble, la pregunta sigue teniendo la misma relevancia, ya que el problema persiste.

En 1995 huimos con Claudia, mi mujer, de las secuelas de la hiperinflación y nos instalamos en la ciudad de Los Angeles, en California. Una de las primeras cosas que nos maravilló fue el lenguaje de los inmigrantes latinos: una asombrosa Babel compuesta por las variaciones del español de todo el continente. Los “güey”, “pana” y “berraco” conformaban un mosaico desconocido para nosotros.

Podría contar infinidad de anécdotas, como la vez que llamé al portero pidiéndole que viniera a reparar “el grifo” y Jesús apareció muerto de risa pensando que yo estaba fumado, ya que “grifo” es el término que usan para la marihuana en México. Con el tiempo comprendí que, además del lenguaje, a esa avalancha de inmigrantes nos unía la necesidad de comenzar de nuevo en una tierra que nos había atraído con su “american way of life”. ¿Y que escondía de verdad esa frase? No el aluvión de consumo y acceso a bienes que puede funcionar como un espejismo, sino la posibilidad de reinventarnos, de convertirnos en ciudadanos con los mismos derechos y obligaciones que los demás, sin miedo al abuso de narcos, paramilitares o descalabros económicos que devoran años de esfuerzo, como fue mi caso.

La hiperinflación argentina fue una experiencia apocalíptica, pero que descubrí benévola frente a los mexicanos que huían porque en su pueblo debías unirte a un cartel para no aparecer ahorcado en un puente, los balseros cubanos que atravesaban el Golfo infestado de tiburones para no desfallecer con las exiguas tarjetas alimentarias, los niños salvadoreños que se sumergían en el Río Grande escapando de una guerra civil que reclutaba carne fresca o empresarios colombianos que se radicaban en Miami porque las amenazas y secuestros de la mano desocupada guerrillera había diezmado su familia.

Lo que todos buscábamos, sin saberlo, era un sistema que nos diera dignidad y seguridad jurídica para no quedar a merced de los grupos impunes que gobiernan nuestros países.

Hoy, ya de regreso en la Argentina, y con una crisis terminal que nos enfrenta a los mismos problemas de siempre, vuelve a surgir en la sociedad un mismo anhelo: lograr una sociedad más justa, sin los privilegios de unos pocos que arrastran a millones a una pobreza extrema, a otros al exilio y a los más vulnerables a decisiones que los conducen a la cárcel o a la muerte.

En Estados Unidos vi cientos de latinoamericanos florecer gracias a su trabajo. No soy ciego: el capitalismo y los Estados Unidos tienen fallas e injusticias tremendas, pero luego de escuchar al jardinero Francisco narrar cómo tuvo que ir a buscar el cuerpo de su hermano asesinado para sacarlo de una alcantarilla en Ciudad Juárez, o los relatos de jóvenes colombianas entrando a la red de tratas como única salida, puedo asegurar que el “primer mundo”, aun con sus imperfecciones, posee sistemas infinitamente más benévolos para quienes lo habitan.

Hay un nombre propio, muy común que es Centroamérica, que condensa, a mi parecer, la infinidad de tensiones y paradojas que todavía existen entre nuestros países y los Estados Unidos. El nombre es Usnavi y proviene de la inscripción en los barcos de la armada norteamericana: “US NAVY”. Muchas madres bautizan así a sus hijos, ya que su padre bajó, concibió y volvió a partir en ese barco. Un hallazgo de cómo el lenguaje se las ingenia para reflejar el mundo al que pertenece.

Vuelvo a la pregunta de Vargas Llosa: luego de presentar mi novela La concha parlante, ciertos lectores me señalaron que, quizá inconscientemente, yo intentaba dar en ella una respuesta posible a ese gran interrogante.

La concha parlante transcurre en una isla caribeña llamada Puerto Azufre, una alegoría de América Latina. Su idioma es la Babel del idioma español de Los Angeles, un homenaje a esa ciudad donde me descubrí latinoamericano. Cuenta la historia de amor entre Franco y Viridiana, con fuertes referencias al cine y a la figura de Luis Buñuel. La novela podría pertenecer a la tradición del realismo mágico, si no fuera también el retrato de una sociedad que se desliza a un estado casi posapocalíptico por sus tensiones sociales y pobreza endémica. Dos de sus personajes, Elías y Franco, tienen que jugarse a todo o nada, desafiando la corrupción de la isla para seguir adelante.

La gran frase de Vargas Llosa regresa con toda su fuerza del pasado: ¿en qué momento…?

Mientras nuestro continente sigue debatiéndose sobre estas cuestiones, las ansias de mejorar, inherentes a la condición humana, perviven y traspasan todas las fronteras. Quizás por eso en este momento hay un Usnavi aferrado a los vagones del famoso tren “La Bestia” avanzando por México hacia la frontera incierta, otro Usnavi entrando altivo al impenetrable Paso del Darién y otros muchos, cientos, miles de Usnavis desafiándolo todo para conseguir esa oportunidad tan simple que los humanos perseguimos desde tiempos inmemoriales, y que en nuestros países nos empeñamos en negarnos con persistencia autodestructiva.

 

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