Jugar a pleno en la zona de cruce y arriesgar, con cuerpos humanos, el vuelo que no nos está permitido. Atisbar la superficie de tantos siglos de sincretismo y honrar a Santiago, santo patrono de la ciudad de Tres Cruces, con rituales donde aún persiste el aliento de los viejos dioses. Se llama la Danza del palo volador, y exige plasticidad, destreza, fuerza, soltura. La iglesia, impecable de blanca, al fondo; los voladores al frente, y toda una historia –ríos de sangre, aunque no solo eso– latiendo en una sola imagen. El dios que se venera en el altar, las antiguas presencias que inundan a los hombres lanzados al vuelo: siempre se trata de lo mismo. Encontrar en el cielo eso que de tan ajeno aterra y de tan sublime estremece. Hallar en la inmensidad que no nos mira un eco de nuestros ojos, honrar el instante, saludar al misterio, respetar la incierta fortuna de avizorarlo.

 

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