Vi el estreno en el Teatro Real de Madrid de la única ópera que yo conozca que aborda el tema de Auschwitz: La pasajera. A comienzos de la década del 60, quince años después de terminada la Segunda Guerra Mundial, viajan en un transatlántico un diplomático alemán, Walter, con su mujer, Lisa. De pronto, Lisa advierte la presencia de una figura fantasmagórica que deambula misteriosamente por el barco: es Marta, una prisionera a quien Lisa, que había sido guardia de las SS, había elegido como colaboracionista dentro del campo. La escenografía se bifurca en dos niveles: el de arriba, el lujoso transatlántico; el de abajo, el horroroso campo de concentración.

La presencia de esa mujer, a la que ella creía muerta, agobia a Lisa, que intenta recluirse en su camarote. No quiere participar de las fiestas ni de los bailes para no volver a toparse con ella. Desesperada, le revela a su marido el secreto. A Walter lo único que lo preocupa es que el legajo de Lisa no trascienda, para aventar cualquier riesgo sobre su carrera diplomática.

Lo que me parece particularmente interesante es el foco que la ópera pone en el sobrepeso que ejerce el pasado, como si la biografía fuera irrevocable: un bastidor del cual no podemos desprendernos. Viéndola, recordé una escena de una obra de Sartre en la que un asesino, después de haber purgado su pena, se mira al espejo y se pregunta si sigue siendo asesino. Lo que sucede en la vida constituye al ser humano, es imposible de borrar. Para muchas mujeres, casarse con un diplomático y viajar en un transatlántico sería una fiesta; para Lisa, no. Lo más lógico es que Lisa tuviera visiones, que ese cuerpo que recorría la cubierta del barco con un velo fuera imaginario. Pero no irrumpe porque sí, está ahí porque la prisionera probablemente muerta constituye la gramática última de Lisa.

Hay un momento de la obra en el que Lisa le grita al fantasma: “Yo te salvé la vida, deberías agradecerme”. El fantasma no le va a agradecer, solo va a contribuir a su locura, pero está en la naturaleza de las cosas la emergencia de la aparición. No puede evitarse, del mismo modo que Raskolnikov no puede evitar los flecos de la culpa por haber matado a la vieja usurera.

Sé que no es lo mismo una peripecia personal que la historia de un país, pero hay inquietantes semejanzas: también un país lleva consigo una pegajosa carga de pasado que lo limita. Una historia que, cuando se intenta ignorar, suele vengarse.

Milei desde el punto de vista discursivo reivindica un linaje, una línea de tiempo: Roca, Menem, Milei. Una mala noticia: esa línea es falsa. Roca fue el gran mentor del Estado argentino, bajo su impulso se construyeron caminos, escuelas, puertos y edificios públicos. Se diseñó toda la burocracia administrativa para un país moderno. Mandaba emisarios a Europa a rastrear inmigrantes, mano de obra dispuesta para la epopeya. De modo inversamente proporcional, Milei sostiene que el Estado es siempre una estafa. Roca reivindicaba la educación pública igualitaria y laica, de lo que da cuenta la ley 1420, mientras que Milei la recusa. Según testigos intachables, ni siquiera ha hablado con el funcionario del área que designó. Roca fue progresista a punto tal que mantuvo una relación fría con la Iglesia, mientras Milei es un místico que llora en el Muro de los Lamentos, invoca las fuerzas del cielo, cree en la reencarnación y formula citas bíblicas. Cuando tuvo que criticar al Papa, no lo hizo marcando sus desaciertos, sino llamándolo “el Maligno”, es decir, desde una dimensión religiosa.

Menem fue el paradigma perfecto del político. Tomaba la tarea como una profesión, que, nos guste o no, tiene reglas precisas. Igual que Roca (a quien no por nada llamaban “el Zorro”), sabía negociar, sabía hasta dónde podía tensar la cuerda, sabía cuánto valía cada ficha y sabía tejer alianzas. Menem era amable, seductor y se inscribía en una tradición política. Mirtha Legrand lo criticaba y él le devolvía flores y elogios. Pudo amigarse con el almirante Rojas. Hasta le ofreció la dirección de la Biblioteca Nacional a un acérrimo antiperonista como Adolfo Bioy Casares.

Milei, por el contrario, condena la política en paquete: es “la casta”. Esa simplificación, que le sirvió para concitar adhesiones y llegar al poder, ahora obtura toda posibilidad de gobernar. Es áspero. Se enfrasca en prescindibles peleas con López Murphy, con el radicalismo y con los gobernadores, cuyos votos necesita. Insulta a Lali Espósito y le estampa una broma cuartelera propia de un panelista. El problema es que cree que la batalla cultural se da en una relación entre el líder y el pueblo, sin intermediarios, razón por la cual desatiende el tejido de organismos estatales. No advierte que una obra en el Teatro Cervantes, una muestra en Tecnópolis, un seminario en la Biblioteca Nacional o una serie en la TV Pública podrían ser recursos simbólicos mucho más eficaces que la lucha cuerpo a cuerpo.

Parecen ignorar los libertarios que el procedimiento cartesiano suele ser mal consejero. Cuando dicen con arrogancia: “Siempre y en todo lugar la inflación es un fenómeno monetario”, infringen un principio elemental: que un mismo remedio resulta beneficioso en un caso y perjudicial en otro, porque los cuerpos reaccionan de distinta manera. Un viaje, que para muchos sería fantástico, para Lisa, que arrastra un pasado ominoso, termina siendo una pesadilla. Cada sociedad tiene sus particularidades, los agentes juegan, algunas estructuras tienen rigideces legales y hasta anímicas diferenciales. Este tema lo desarrolló muy bien el único economista argentino propuesto en dos ocasiones para el Premio Nobel: Julio H. G. Olivera. Por eso, administrar una receta única para sociedades diversas es como aplicar el lecho de Procusto: una cama de un tamaño fijo sin mirar el volumen corporal de la persona.

La historia de un país es mucho más compleja de lo que suele creerse, tiene entretelas donde se esconden intereses resistentes al cambio. Que el cambio sea urgente no implica que haya que emprender la tarea embistiendo como un enceguecido. La temeridad eventualmente es una forma de suicidio. Toda esta madeja de privilegios no se disuelve con insultos y enojos, sino con algo infinitamente más quirúrgico: política. La frase recurrente “los expongo”, referida a quienes se oponen al cambio, es un error táctico: lo que hace es invitarlos a que se pongan en guardia.

La Argentina, como Lisa, tiene cicatrices. Nada es sencillo en un país atravesado por los golpes de Estado, el peronismo, la lucha armada, la represión ilegal, la dictadura militar y las hiperinflaciones. Cada ciudadano y sus hijos y sus nietos tienen impresos a fuego estos acontecimientos. Forman parte de una memoria colectiva que no puede ser desarmada a fuerza de bravuconadas y provocaciones. La retórica tribunera, aun siendo necesaria, es insuficiente. Creer que el cambio cultural se agota en hacerle bullying a una cantante, en atacar el feminismo, o en articular un linaje fantasioso solo empeora las cosas. Hay capas superpuestas de historia que siempre reaparecen, traumas que solo podrían abordarse con política y con un uso inteligente del aparato estatal, dos escamas, dos tegumentos que los libertarios parecen odiar.

Atávicamente, el liberalismo argentino sobrevaloró el contenido y despreció lo institucional. Recaer en esa tentación sería de una torpeza imperdonable. Estamos viviendo un experimento inédito, un momento de inflexión con final incierto; encender alarmas puede ser la mejor contribución.

 

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