No tiene sentido echar más leña al fuego de un debate que lleva quince días y seguirá humeando entre detractores y defensores de la publicación del libro inédito de Gabriel García Márquez. Tampoco juzgar si la familia del Nobel hizo bien o mal en dar a conocer de forma póstuma y a diez años de su muerte la novela imperfecta de “papá grande” (o “la obra sin pulir de un maestro anciano”, como dijo esta semana un especialista en su obra esta semana, en The New York Times). Es una discusión que deriva en múltiples cuestiones (cómo se gestiona un legado, si existió un acto de traición o caben las especulaciones económicas), las menos estrictamente literarias. Al respecto, lo que apena finalmente es reconocer el ocaso del autor de tantas historias que lo hicieron inolvidable, espolvoreando aquí sus adjetivos sobre el relato de una mujer que es otra por una noche, la misma noche todos los años. Sabemos que en su plenitud él creía que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Así lo escribió en la primera página de sus memorias, antes del Alzheimer, claro.

A esa altura, cuando Gabo ya había perdido la capacidad de discernir si valía la pena sacar a la luz la quinta versión (“Gran OK final”) de En agosto nos vemos, lo que evidentemente recordaba entre tantos olvidos era la música. Vaya sino: le pone a su protagonista el nombre de una soprano alemana, esposa de uno de sus compositores favoritos -Ana Magdalena Bach la llama- y la manda en consecutivos 16 de agosto a una isla sin nombre a visitar la tumba de su madre como principal excusa para narrar una sucesión de aventuras extramatrimoniales que siempre parten, entre ginebras, de una pista de baile. Según lo que toque la orquesta cada velada de conquista tendrá su banda de sonido: tandas de valses (puede ser El emperador, de Strauss) o de salsas, una presentación de la cubana Elena Burke, un trío especializado en canciones de Los Panchos o el Claro de luna de Debussy, que aparece en el comienzo y vuelve al final. Sobre gustos no hay nada escrito: se supone que el saxo de Fausto Papetti subiría la temperatura de una escena erótica en un auto.

Es un aliciente pensar que con estos capítulos sobre las excursiones de la señora Bach -no la mujer del compositor de las Suites para chelo, que el colombiano tanto disfrutaba, sino la amante caribeña-, García Márquez estaba queriendo rendirle un homenaje a otra de sus queridas bellas artes. Tiene asidero: “¡Cómo me gustará la música que no puedo escribir oyendo música, porque le pongo más atención que a lo que estoy escribiendo!”, decía en una entrevista en los años 80. Fue un confeso melómano sin prejuicios de clase. Tuvo tanto el proyecto de hacer tándem con Armando Manzanero para un long play de boleros, como la peregrina idea de escribir un concierto para triángulo y orquesta, en un acto de justicia al ninguneado instrumento de percusión.

En En Agosto nos vemos, Ana Magdalena Bach habría querido tocar la trompeta, pero no pudo. Su marido –como ella, hijo de músicos y director de orquesta-, está escribiendo un manual sobre Mozart y Schubert, y da talleres experimentales en el conservatorio provincial que tiene a su cargo. El hijo de ambos, un chelista de veintidós años aplaudido nada menos que por Rostropóvich, acaba de convertirse en solista de la Orquesta Sinfónica Nacional (o de la filarmónica, no se pone de acuerdo en eso). Todos en la familia saben cantar, incluida la hija, que va para monja… pero tenía un noviecito virtuoso del jazz. La música está a cada vuelta de página. En las escenas íntimas del matrimonio, que tendría todo para parecer perfecto si no fuera por las escapadas a la isla que son el centro de la novela, Doménico entona bajo la ducha el Concierto para piano de Grieg. Más adelante, confiesa entre solfeos una vieja infidelidad con una violinista china durante un Festival Wagner en Nueva York. Una noche, se lleva a la cama la partitura de la ópera Così fan tutte, aunque es sabido lo que el escritor pensaba del compositor. “Me asaltó la idea perversa de que Mozart no existe, porque cuando es bueno es Beethoven y cuando es malo es Haydn”. Por supuesto, no faltan los cameos de Béla Bartók. Hace un tiempo, cuando Gabo vivía, unos estudiosos detectaron que El otoño del patriarca tiene una estructura equivalente a la del Concierto Nº 3 para piano. El Nobel se asustó cuando se lo dijeron: no había escuchado otra cosa más que Bártok durante todo el tiempo que le tomó escribir –aquella sí– una de sus novelas más célebres.

 

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