La historia podría contarse así: una extraña civilización, nacida en un planeta excepcional, ubicado a la justa distancia en la que el calor de una estrella permitía la existencia de la vida, se dedicó –con fervor, tesón, método y eficacia– a devastar enormes zonas de ese mismo planeta. Aquella civilización, sofisticada y dueña de una tecnología prodigiosa, impulsora de riquezas y en permanente crecimiento, se declaró incapaz de brindar otra cosa que escasez a la gran mayoría de los seres que la integraban. Un día alguien decidió que cada 22 de marzo sería el Día del Agua, y cualquiera creería que en ese homenaje radicaba un puro deseo de celebración. Pero no: era un grito desesperado. El mismo que impregna la foto que aquí vemos; un niño africano tomando a gotas el líquido precioso, tan imprescindible como declarado escaso por la irracional civilización que alguna vez hizo de la Razón su culto.

 

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