Acaso parte del arrollador auge de la cinta Oppenheimer se deba a que plantea el más arduo trilema técnico, político y ético que haya enfrentado jamás el hombre: la disyuntiva entre disponer o no de la capacidad de destruir a la humanidad, antes reservada a los dioses, como cuando Prometeo robó el todopoderoso “fuego divino” de la fragua de Vulcano para obsequiárselo a los hombres que vagaban miserables por la Tierra.

En las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, la Alemania nazi era la única potencia capaz de desarrollar cohetes de largo alcance (los devastadores V-1 y V-2 que alcanzaban Londres), y trabajaba sin pausa en el ultrasecreto plan de un “arma final” con la cual evitar la inminente derrota del Tercer Reich. El gobierno de Estados Unidos fue convencido por varios científicos de primer orden, entre otros, Einstein y Oppenheimer, de la necesidad de ser los primeros en dominar dicha tecnología. A medida que avanzaban, algunos de aquellos genios, atribulados por sus horrorosos alcances, se arrepintieron y propusieron en público detenerse unilateralmente o acordar con la URSS un compromiso mutuo de no avanzar hacia un uso militar atómico, aunque sin éxito, como lo confirmaron Hiroshima y Nagasaki, consolidándose hasta la fecha un sistema en el que esa capacidad destructiva está reservada a un puñado de superpotencias nucleares.

Lo que aquí se desconoce es que en 1983, cuarenta años después del Plan Manhattan, el presidente Alfonsín debió también enfrentar un espinoso trilema equivalente, al heredar avanzados desarrollos tecnológicos duales o “sensibles”, básicamente nucleares –bajo la tutela de la Armada– y espaciales –bajo la guía de la Fuerza Aérea–.

Como Estados Unidos y la Unión Soviética, entre otras potencias, la Argentina, en menor escala, también atrajo científicos emigrados de Europa para incorporarlos a estos proyectos, aunque a diferencia de los EE.UU., donde muchos eran extranjeros (alemanes, húngaros, italianos, etc.), la mayoría de los avances argentinos fue obra de científicos locales. Una excepción que confirmó la regla, pero que ilustra el paralelo con la trama del film, fue el caso del físico austríaco R. Richter, quien en 1951 persuadió a Perón de anunciar que la Argentina dominaba la fusión nuclear –más compleja y peligrosa que la fisión–, sugiriendo al mundo la aptitud para producir una bomba de plutonio, que los diarios titularon “El país tiene la atómica”. Merced a los científicos argentinos se descubrió que Richter era un farsante, y el plan nuclear argentino continuó su ascendente progreso.

Otro paralelo consiste en que, si bien el desarrollo nuclear argentino, a diferencia de los de EE.UU. y Alemania, perseguía fines pacíficos, su notable evolución, su hermetismo y tutela bajo las Fuerzas Armadas despertaron graves suspicacias entre los militares brasileños, quienes emprendieron una desesperada carrera por alcanzarlo, realimentando una competencia provechosa para técnicos y militares de ambos países, pues así azuzaban y convencían a sus respectivos gobiernos de la “imperiosa” necesidad de volcar cada vez más ingentes recursos, ocasionando, mutatis mutandis, un escenario de rivalidad tecnológica afín al de la época de Oppenheimer.

Al heredar del gobierno militar la doble capacidad de disponer de una bomba atómica (pocos días antes de concluir, anunció que se dominaba la tecnología del enriquecimiento de uranio, esencial para construir un explosivo nuclear) y de arrojarla a 1000 km de distancia (el avanzado vector Cóndor), el flamante presidente Alfonsín debió enfrentarse al trilema técnico, político y ético de qué hacer con estos poderosos desarrollos, que incluso hoy continúan reservados a un exclusivo grupo de países.

Para enfrentar este trilema, además de sus convicciones humanistas, cristianas, pacifistas, krausistas y de exliceísta, Alfonsín escuchaba y respetaba a un conspicuo triángulo de personalidades, todas de la familia Sabato. Ernesto, el gran escritor y exfísico nuclear que, trabajando en los primeros ensayos mundiales en radiaciones junto a los Curie en la París de 1939, había visto “el rostro de Abaddón el exterminador”, como luego abundaría en su acérrima prédica contra la ciencia; en otro extremo, su sobrino Jorge Alberto, o Jorjón, prócer y fervoroso impulsor del desarrollo nuclear argentino, y Jorge Federico, o Jorgito, hijo de Ernesto, quien como admirador de Jorjón y vicecanciller concretó la genial solución que Alfonsín halló a este arduo trilema: no detener estos importantes logros para fines pacíficos, aunque someterlos al control civil y democrático y a la conducción de la Cancillería sobre sus implicancias internacionales, emprendiendo un audaz proceso de fomento de la confianza con Brasil, que sería la base sine qua non del posterior Mercosur.

Para quien desconfíe de la gravedad de aquella encrucijada, de su paralelo con Oppenheimer y del coraje y la sabiduría con que Alfonsín la enfrentó, basten las palabras que pronunció José Sarney, expresidente del Brasil, durante sus exequias, incluyendo la trascendental decisión de Alfonsín de invitarlo a visitar juntos la planta de enriquecimiento de uranio de Pilcaniyeu (1987), como si Truman hubiese invitado a Stalin a visitar Los Álamos: “Alfonsín es un hombre de Estado de estatura mundial. El problema nuclear entre nuestros países era grave. Nuestros militares se preocupaban por quién llegaría primero a la bomba atómica. El presidente me llevó a Pilcaniyeu, a la planta nuclear argentina. […] La caja negra quedaba abierta; el secreto, terminado. […] No fue necesario que recurriésemos a las Naciones Unidas […]. Fue un ejemplo único en el mundo de una solución personal para un problema tan profundo […]”.

La diferencia sustancial radica en que la Argentina de 1983 decidió unilateralmente escoger el camino opuesto al que ilustra el film y abocar su poderosa capacidad tecnológica a fines exclusivamente pacíficos, una política sin parangón y que prestigia a la política exterior argentina en el mundo.

Diplomático de carrera, autor de Una épica de la paz. La política de seguridad externa de Alfonsín (Eudeba, 2016)

 

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