Muchas veces suele compararse al índice de precios al consumidor (IPC) con un termómetro que registra la temperatura de la inflación. Pero en el caso específico de la Argentina, con su dramática historia inflacionaria de décadas –salvo escasos y relativamente cortos períodos de estabilidad–, esa acertada analogía no debería aplicarse a un termómetro ambiental, sino clínico y para uso aritmético: el IPC nacional que elabora el Indec es un promedio ponderado de precios de las canastas de consumo de miles de hogares en todo el país. De ahí que con aumentos generalizados de precios, cuando se difunde el incremento del mes anterior, pocos consumidores se sienten identificados con el indicador: la mayoría padece su propia fiebre inflacionaria según su nivel de consumo.

Como el IPC siempre es noticia y además base para ajustar costos y precios, sucesivos gobiernos no se privaron de influir directa o indirectamente en su resultado para tratar de demostrar ilusoriamente que la inflación no era tan alta como aparecía en los números oficiales, aunque inevitablemente se sintiera en los bolsillos.

El mercado no se hizo eco del ruido político y celebró con alzas el ordenamiento fiscal

Por caso, José Alfredo Martínez de Hoz, el ministro liberal de la dictadura militar, ante una estampida de precios de la carne vacuna en plena “tablita cambiaria”, dispuso en 1979 que el Indec elaborara un índice específico (“descarnado”) para diferenciar al rubro dentro del nivel general. No convenció a nadie interesado en comprar asado y otros cortes. Al final, todo suma.

Más cerca en el tiempo, en 2007, el inefable secretario de Comercio kirchnerista, Guillermo Moreno, apeló directamente a recursos dictatoriales. No sólo intervino de hecho al Indec para romper el termómetro, “dibujar” el IPC y ocultar inicialmente el impacto de un aumento mensual en medicina prepaga, sino que luego extendió esa repudiable práctica a los índices de precios durante toda su gestión. Y, peor aún, aplicó multas e inició causas judiciales a todas las consultoras privadas que divulgaban estimaciones propias de inflación superiores a los inverosímiles datos oficiales que, por añadidura, ocultaban el aumento de la pobreza. Para colmo, en la gestión ministerial de Axel Kicillof el Indec fue compelido a alterar la medición del PBI de un trimestre a fin de evitar el pago de los cupones incluidos en el canje de deuda externa de 2004, lo cual le originó al Estado argentino otro juicio en tribunales internacionales.

Aunque la eficaz gestión del fallecido Jorge Todesca logró en 2016 que el Indec recuperase en tiempo récord la independencia y confiabilidad de todos sus indicadores –que plausiblemente continuó Marco Lavagna desde fin de 2019 hasta ahora–, varias decisiones del gobierno de Alberto Fernández y Cristina Kirchner influyeron de manera indirecta sobre la evolución del IPC al generar crecientes dosis de inflación reprimida. Fue el caso de los precios máximos y congelados para más de 2000 productos durante y después de la interminable cuarentena de 2020; el atraso cambiario; el congelamiento de tarifas (subsidiadas) y la sucesión de controles de precios de todo tipo. Aun así, ese despliegue de intervencionismo estatal no evitó que el ministro-candidato Sergio Massa, quien había prometido una inflación de 60% anual para 2023, concluyera su gestión con derrota electoral y el récord de 211% interanual que dejó como salvavidas de plomo al gobierno de Javier Milei, junto con un fenomenal desbarajuste macroeconómico.

Contra lo que podría suponerse, tanto Milei como su ministro Luis Caputo se ocuparon esta semana de la variación presente y futura del IPC, pero de forma sui generis.

Uno y otro saben de sobra que la pata del ajuste ultraortodoxo de cero déficit fiscal y cero emisión para financiar al Tesoro (un símil reforzado del “plan picapiedras” con que Carlos Melconian bautizó al que aplicaron Mauricio Macri y Nicolás Dujovne en 2018), tiene un rezago importante de tiempo para estabilizar la economía.

Y que la otra pata, basada en la recuperación de precios relativos groseramente atrasados frente a la inflación durante el gobierno anterior, no sólo eleva el índice, sino que en muchos casos tiene efectos de segunda ronda sobre los costos de producción, reposición y comercialización en los próximos meses. Este conjunto incluye al dólar oficial con un “colchón” preventivo en declive; ajustes de combustibles, tarifas de transporte en el AMBA; de electricidad (ya sin subsidios para industrias, comercios y segmento N1 de consumidores residenciales), de gas –que en abril combinará aumentos de tarifas con subsidios casi “personalizados” por hogar en función de una Canasta Básica Energética (CBE)–; medicina prepaga; comunicaciones; alquileres y expensas. Una muestra de estas correcciones es que en los dos primeros meses del año los precios regulados muestran un aumento acumulado de 53,3%, frente a 35% de la inflación núcleo (sin regulados ni estacionales).

Con esta perspectiva, tiene varias lecturas y bemoles la decisión de Caputo de abrir las importaciones de alimentos, bebidas, productos de limpieza, higiene personal y medicamentos, así como facilitarlas con el pago en una sola cuota a 30 días y la suspensión de percepciones anticipadas de IVA y Ganancias, que no rigen para la importación de insumos y equipos de producción.

Una interpretación técnica es que, como en los próximos meses el IPC tendrá mayor carga de ajustes tarifarios y de precios regulados, necesita alivianar el peso del rubro de alimentos y bebidas no alcohólicas, que es el de mayor ponderación en el indicador (de 23,4% en el Gran Buenos Aires a 35,3% en el NOA), a fin de no interrumpir en marzo el sendero descendente desde el altísimo pico de 25,5% de diciembre.

Otra es político- mediática. Tiene que ver con el tono triunfalista de Milei, que celebró como un “numerazo” la suba de 13,2% del índice en febrero, pese a que se ubicó algo por encima del récord mensual de Massa (12,8% en noviembre de 2023). Su pronóstico de una inflación núcleo de 10% en marzo reforzaría la tendencia a la baja por la fuerte caída de ventas; pero, en sentido estricto, lo que los consumidores ahorran en productos básicos se contrarresta con el pago de mayores tarifas (e impuestos ad valorem incluidos). En este contexto, el mensaje de Caputo a fabricantes y supermercadistas es algo así como “somos libertarios, creemos en los mercados, descartamos un salto devaluatorio, pero vemos remarcaciones brutales”. Aun así, llama la atención su reclamo de reemplazar ofertas del tipo 2 x 1 o 50/70% en la segunda unidad (que los supermercados utilizan para desagotar stocks de productos con poca venta) por bajas directas de precios, ya que las primeras no son reflejadas por el IPC. Desde hace años, la metodología del Indec sólo computa variaciones de precios en góndola, pero no ofertas puntuales de alguna variedad o envase de productos en días determinados.También hay sorpresa en la industria de chacinados por la apertura de importaciones de carne de cerdo, ya que el precio de los cortes bajó 25% desde diciembre y el IPC sólo incluye sólo a mortadela y jamón cocido.

En el sector de consumo masivo hay coincidencias en que las grandes cadenas de supermercados aprovecharán el régimen para importar productos envasados con marca propia o ajena, pero reparan que sólo representan el 30% del consumo total y no mueven el amperímetro del IPC. Tampoco está claro cuál será el precio final, ya que la carga impositiva oculta en alimentos y bebidas oscila entre 41% y 48% como lo detalló esta columna hace una semana. En medicina de alta complejidad, en cambio, habría posibilidades de importar drogas e insumos a precios más bajos desde terceros países productores como la India; pero para ello se necesitan autorizaciones de la Anmat que demoran meses.

En todos los casos hay que computar los costos de logística y cruzar los dedos para que el rechazo del DNU 70/23 en el Senado no derive en una crisis política que neutralice la salida del cepo y las reformas que necesita la Argentina para volver a crecer y crear empleo registrado.

 

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