De haber sido por mí, ni siquiera lo habría intentando. Los frutales son complicados, y los cítricos todavía más. Pero cada vez que veíamos en el barrio uno de esos limoneros que de tan cargados se ven amarillos, la exclamación entusiasta no se hacía esperar. Luego, la estocada final:

–¿Y no podríamos tener uno así nosotros?

Seguido esto, se entiende, de la infaltable observación de que “a vos todo eso de las plantas te sale solo”. Nada sale solo, pero está bien. Entendí. Y puse manos a la obra.

La lista de verificación para plantar un limonero daba muy mal. Un suelo compacto que tiende a asfixiar las raíces, pésimo drenaje y posiblemente un desbalance de nutrientes obsceno. Tenía solo dos cosas a favor: una heliofanía (es decir, la cantidad de luz solar) muy generosa y un suelo levemente ácido. Pero no iba a ser fácil.

Me engañaba. El problema no era que fuera difícil. La cuestión es si acaso iba a ser posible. Había una sola forma de comprobarlo: plantar un limonero. Fui a mi vivero de confianza, debatimos largamente, y al final me traje el mismo arbolito que habría comprado si no debatíamos nada en absoluto. Por entonces, aunque estaba al tanto de que la luz era importante para los frutales, todavía no sabía que de todas las variables es quizá la única fundamental. Ahí cometí el primer error. Lo puse en un lugar donde me quedaba cómodo.

Bueno, la naturaleza no funciona así. Debería haberlo puesto donde le quedara cómodo al árbol. Como consecuencia de este error, no solo tenía menos horas de luz, sino que, peor aún, recibía muy poco sol de la mañana. Eso es letal. Así que no prosperó, vivía apestado y, finalmente, sucumbió a la sequía.

Lo intenté de nuevo al año siguiente, pero esta vez ubiqué el árbol en el lugar más soleado del jardín. Por supuesto, le costó crecer, porque este suelo arcilloso opone a las raíces obstáculos muy arduos. Lo fui ayudando con podas y algún riego. El agua fue un desafío, porque a los limoneros les gusta, pero detestan el encharcamiento.

Por fin, pareció haberse establecido y dio varias flores. Muy joven para fructificar, pero al menos se lo planteaba. Ahora había que ver si esas flores originaban un fruto o si se caían, algo frecuente cuando el árbol no encuentra las condiciones adecuadas. Permanecieron, pero por supuesto aparecieron los minadores de hojas, una plaga característica de los cítricos (y de las rutáceas en general). No los eliminé con químicos (se usa en general azadiractina, mejor conocida como aceite de nim, o neem, en inglés), porque las enfermedades son antes que nada síntomas. En cambio, podé las ramas afectadas, a lo que respondió con brotes nuevos y fuertes; para entonces, ya tenía casi mi estatura. Íbamos bien. Y entonces llegaron los pulgones. Pero como no uso insecticidas, acudió de inmediato la caballería; es decir, las vaquitas de San Antonio (Coccinellidae), y la invasión no pasó a mayores. A mediados del año pasado, para mi sorpresa, teníamos tres o cuatro limones. Sí, ya sé, no voy a tener que preocuparme por las retenciones, pero era todo un avance. Estuve a punto de sacarlos, porque eran demasiado prematuros. Pero vinieron tan grandes, que decidí esperar.

Hice bien, porque todavía me faltaba un dato. Datazo, qué digo. Y esos tres limones me iban a ayudar con eso. Crecieron, cierto. Pero siguieron verdes. Durante meses. Nadie me creía que al final iban a ponerse amarillos. Pero las plantas se cultivan con agua, sol y paciencia. El otro día, por fin, uno de los frutos se puso enteramente amarillo, canté victoria, puse una foto en Instagram, (@instantorres) y lo corté por la mitad. Allí estaba el porqué de la lenta maduración: cáscara muy gruesa y poco jugo. Es decir, un desbalance de nutrientes odioso. Esas características suelen estar causadas por la falta fósforo. O por el exceso de nitrógeno. Lo corregiré. Los árboles son sutiles para pedir lo que necesitan. Pero alcanza con estar atento.

 

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