En enero de 2020, poco antes de que empezara la pandemia de COVID-19, un hombre de 56 años acudió a una clínica de Boston. Pero el motivo de su consulta no era una afección respiratoria, sino cutánea: tenía unas erupciones en la piel que se habían extendido por todo el brazo izquierdo.

Lo que parecía un simple sarpullido se convirtió en algo más grave. El dolor era insoportable y ya no solo afectaba a un brazo, sino que se había extendido por todas las extremidades. Los médicos tuvieron que extirpar el tejido necrosado, pero no encontraban el motivo de su dolencia.

Tras realizar un estudio de anatomía patológica descubrieron que el culpable era una combinación de bacterias, entre ellas una especialmente nociva y resistente a todo tipo de antibióticos. Los doctores hicieron cuanto pudieron para ayudar al paciente, pero la infección no remitía. Su vida corría serio peligro, pero todavía quedaba una última oportunidad… 

Finalmente el equipo médico decidió in extremis administrarle un tratamiento de choque. No se trataba de ningún nuevo antibiótico, sino de un virus devorador de bacterias. Y dio resultado.

Contra todo pronóstico, el paciente se recuperó, y el caso sirvió de modelo para una investigación publicada hace 2 años en la revista Nature sobre la eficacia del uso de virus para aplacar las bacterias resistentes a estos medicamentos.

Estos virus, llamados bacteriófagos, o simplemente fagos, ya eran conocidos anteriormente por la comunidad científica, pero hasta hace poco no se había estudiado cómo usarlos para combatir infecciones.

Tienen muchos puntos a favor, y es que son muy abundantes. Además, son completamente inocuos para los seres humanos. Pero el inconveniente es que son extremadamente selectos, pues solo se alimentan de un tipo específico de bacteria, por lo que es difícil dar con el virus adecuado para combatir una infección.

Sin embargo, sabemos que son seguros y eficaces. En 2022 un estudio publicado en la revista Clinical Infectious Diseases en el que participaron investigadores del hospital Vall d’Hebron de Barcelona concluyó que más del 50% de los pacientes a quienes les habían administrado este tratamiento vírico presentaron mejoras significativas. Además, ninguno de ellos manifestó síntomas de rechazo.

El problema son los pocos virus disponibles. Por ello será crucial que, a medida que se vayan probando, nuevos patógenos engrosen las librerías víricas existentes. Todo esfuerzo es poco para combatir un peligro acuciante que no deberíamos pasar por alto, y es que la OMS estima que las superbacterias causan alrededor de unas 700.000 muertes al año, una cifra que podría multiplicarse hasta alcanzar los 10 millones de decesos en 2050. Poca broma. 

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