A principios de los años 70, un descubrimiento asombró al mundo de la microbiología. Tras centrifugar el extracto de plantas de patatas enfermas, Theodor Diener, que en aquel momento trabajaba en División de Investigación de Ciencias Vegetales del Departamento de Agricultura de Estados Unidos no podía salir de su asombro. Delante suya, los resultados mostraban la causa de la enfermedad que provocaba pérdidas millonarias a los productores de tubérculos estadounidenses.

Su laboratorio estaba especializado en virus, y era lo que él esperaba encontrar, un virus que enfermase a las plantas y las atrofiase, modificando así la patata en formas extrañas y poco comerciales. Pero no.

Lo que tenía delante no se correspondía con ningún virus, era una cadena de ácido ribonucleico (ARN) demasiado pequeña. Los virus necesitan tener escrito en su molécula de ADN o ARN las instrucciones para crear las proteínas que necesitan para replicarse. Estas moléculas funcionan como fotocopiadoras, que imprimen a toda velocidad la información genética del virus y crean las proteínas con las que envolverlo y protegerlo del medio ambiente.

Pero para codificar esa información necesitan un número mínimo de nucleótidos o letras. Si no, la información no cabe. Los virus más pequeños de ARN están formados normalmente por más de 2000 nucleótidos, lo que se considera un mínimo para contener toda la información necesaria, pero las partículas que detectaba Theodor eran aproximadamente 10 veces más pequeñas. Por ello, se acuñó el término ‘viroide’.

Y llegaron los viroides

En 1976 se observó por primera vez un viroide mediante microscopía electrónica. De este modo, se descubrió que la hebra de ARN que los forma está circularizada. Como una pescadilla que se muerde la cola, la cadena une el principio del viroide con el final, dando lugar a un anillo de ARN.

Una vez formado el anillo, la molécula se retuerce sobre sí misma debido a la alta complementariedad de los nucleótidos de su ARN. Es decir, unas letras se pegan con otras como si se tratase de una cremallera. Estas uniones crean una tensión en la cadena de ARN que provoca que el viroide se pliegue sobre sí mismo y, generalmente, acabe formando una estructura de en forma de varilla o bastón.

Tras 50 años de investigación, los científicos han averiguado mucha más información sobre los viroides. Según nos cuenta el doctor Joan Márquez-Molins, investigador postdoctoral en la Universidad Sueca de Ciencias Agrarias que dedicó su tesis al estudio de viroides, su descubrimiento supuso un antes y un después en nuestra comprensión de cómo funciona el ARN.

“La primera vez que se observó ARN circular en la naturaleza fue en un viroide” indica Joan en una entrevista a National Geographic España. Antes del descubrimiento de los viroides se conocía la molécula de ARN, así como su importancia en ciertos procesos de los seres vivos, como el ARN mensajero.

Además, se habían descubierto virus que contenían su información genética en ARN, pero normalmente se trataba de cadenas simples o dobles de ARN sin circularizar o ADN que contenía la información para generar ARN. El ARN circular era exclusivo de los viroides.

Cómo funciona un viroide

En palabras del Dr. Márquez-Molins, la circularidad junto con el apareamiento de sus nucleótidos son los rasgos primordiales para un viroide, ya que les proporciona su estructura gracias a la cual pueden infectar a las células.

Su ARN no codifica ninguna proteína, ya que no la necesitan, pero esta característica les vuelve parásitos obligados de plantas, es decir, necesitan de la maquinaria que contienen las células vegetales para moverse, reproducirse y seguir infectando. En esto, se podrían encontrar similitudes con los virus, aunque simplificados al máximo.

Y es que al contrario que los virus, que generalmente tienen más de 2000 nucleótidos, los viroides están formados por apenas 300. Sin embargo, el número concreto es muy variable porque tienen la mayor tasa de mutación jamás observada.

Esto se debe, principalmente, a su reproducción, ya que para dividirse han de secuestrar la maquinaria de replicación de ADN de las células, denominada polimerasa, y forzarla para que replique su ARN. Al tratarse de un material extraño, la polimerasa trata de cumplir con su rol, pero comete errores que se traducen en mutaciones.

Esto resulta en una gran complejidad a la hora de clasificar filogenéticamente de los viroides y averiguar qué lugar ocupan en el árbol de la vida, si es que ocupan alguno. Sin embargo, hasta hace relativamente poco, los aproximadamente 50 viroides conocidos se dividían en dos familias: Pospiviroidae y Avsunviroidae dependiendo de si tenían o no una región conservada en su genoma.

Ahora bien, en el último año, gracias a las técnicas modernas de metagenómica y metatranscriptómica se han encontrado decenas de miles de partículas de ARN circular que se asemejan a los viroides y que se han denominado ‘viroid-like particles’.

Estos parásitos se pueden encontrar en células animales, en hongos y, los más recientes, en bacterias, aunque tienen ciertas peculiaridades que les han valido su propio nombre.

Obeliscos, una nueva forma de vida

En nuestro interior hay cientos de miles de tipos de bacterias creciendo en lo que denominamos la microbiota. Aunque normalmente se asocian con el intestino, muchos otros tejidos están recubiertos por estas formas de vida y conviven con nosotros ocupando un espacio que, de otro modo, podrían colonizar microorganismos perjudiciales. En las últimas décadas, los investigadores han comenzado a asomarse a la compleja relación entre la microbiota y el cuerpo humano. Desde enfermedades metabólicas hasta trastornos neurológicos, muchas enfermedades de las que no se conocía la causa parecen tener una relación con la microbiota, por lo que se está incidiendo en la importancia de cuidarla.

Por ello, cuando un artículo reciente ha mostrado indicios de pequeños seres similares a viroides en la microbiota humana, se ha producido un gran revuelo en la comunidad científica. Estos nuevos organismos, denominados obeliscos, son más pequeños que los virus, pero con 1000 nucleótidos, son considerablemente mayores que los viroides. En total, de las 440 muestras fecales analizadas, encontraron indicios de obeliscos en al menos 29, y de las 32 muestras de microbiota bucal hallaron obeliscos en 17. Una característica única de los obeliscos es que sí que tienen información en su ARN para codificar una nueva familia de proteínas denominadas ‘Oblinas’.

En el artículo, los investigadores también consiguieron relacionar un tipo de obelisco concreto con una bacteria habitual de la microbiota bucal, Streptococcus sanguinis. Este obelisco, todavía sin nombre, tiene 1137 nucleótidos, presenta una oblina y una estructura similar al resto de obeliscos.

De momento no se conoce el papel de los obeliscos en la microbiota, ni si pueden actuar como patógenos o afectar a la salud, por lo que conviene seguir estudiándolos antes de descartar cualquier posibilidad, asegura el Dr. Márquez-Molins. Al final, cuanto más profundo es nuestro conocimiento de la vida, más preguntas surgen. Pero lejos de la frustración que puede surgir al tratar de perseguir una meta que se aleja más y más, los científicos abrazan esta realidad y dedican sus vidas a resolver estos puzles. Virus, obeliscos, viroides, la línea que bordea entre lo vivo y lo inerte parece que se vuelve cada vez más difusa.

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