Jane Todd Crawford estaba asustada, pero no podía más. Su vida se estaba convirtiendo en un infierno. A sus 45 años, al menos dos doctores distintos le habían asegurado que estaba embarazada de gemelos, algo que le extrañaba, pero no era del todo improbable. Al fin y al cabo, era 1809 y los métodos anticonceptivos ni eran tan efectivos ni estaban tan extendidos como en la actualidad. Jane esperó los 9 meses habituales a que las criaturas que crecían en su interior se desarrollasen para convertirse en dos bebés que trajesen alegría a la casa. Conocía los riesgos, los doctores le habían advertido que un embarazo a tan avanzada edad podía tener todo tipo de complicaciones. Pero no era eso lo que le preocupaba.

Tras haber esperado pacientemente y haber seguido todas las recomendaciones que le dieron, Jane se dio cuenta que algo no iba bien. Hacía ya tiempo que había pasado la fecha en la que teóricamente debía dar a luz, y no había signos que indicasen que el esperado día fuese a llegar pronto. Se encontraba cansada, con dolor, y su vientre colgaba pesadamente hacia un costado. Si se trataba de un embarazo, desde luego no era uno normal.

Un doctor con un nuevo diagnóstico

El estado de salud de Jane fue deteriorándose con el tiempo y los médicos cada vez estaban más preocupados. Convencidos de que se trataba de una complicación del embarazo, llamaron al reputado Dr. Ephraim McDowell, un médico y cirujano famoso por su conocimiento en anatomía. Esperaban que McDowell pudiese supervisar y ayudar en un parto que, ciertamente, iba a ser complicado. McDowell accedió y fue a visitar a la paciente. Sin embargo, tras examinar cuidadosamente su vientre, su expresión cambió por completo.

Lo que palpaban las hábiles manos del doctor no era un embarazo, sino que se trataba de una masa dura que había crecido en un ovario. El tejido canceroso había aumentado tanto de volumen que parecía que Jane estuviese encinta. En definitiva, Ephraim se había desplazado hasta aquella casa en el Condado de Green a firmar una sentencia de muerte.

En 1809, la probabilidad de sobrevivir a un cáncer de ovario era prácticamente nula. Aunque sí que se sabía que estas masas debían ser eliminadas, no se conocía ni por qué ocurrían ni había un consenso en el procedimiento. Además, los hospitales de la época eran lugares insalubres, ya que no se conocía la existencia de las bacterias que causaban infecciones y los médicos lucían con orgullo las manchas de sangre y otros fluidos que adornaban sus vestimentas. Por ello, los intentos anteriores de realizar exploraciones abdominales habían resultado en una infección fatal para el paciente.

Calma ante un experimento a vida o muerte

Ephraim le explicó a Jane lo terrible de su descubrimiento. Según estaba recogida en la escasa literatura médica de la época, la masa cancerosa iba a seguir creciendo y a continuar drenando su salud. Llegados a este punto, solo podemos imaginar la desolación de Jane que, según recogen escritos posteriores, le pidió a Ephraim que la salvase de una muerte lenta y dolorosa. Había una oportunidad de curarla, sí, pero en aquella época nunca se había realizado con éxito, así que la contestación de Ephraim fue sincera.

El doctor le explicó a Jane con todo detalle lo que denominó «el experimento». Un experimento sin garantías y que muchos de los cirujanos de la época consideraban imposible. En primer lugar, tendrían que abrirle el abdomen y conseguir extirpar la masa tumoral de su vientre sin dañar el resto de los órganos. Si conseguían que no se desangrara en el proceso, coserían las heridas y Jane guardaría reposo hasta recuperarse. Algunos de los lectores más perspicaces habrán notado que, pese a que se trata de un procedimiento quirúrgico similar al actual, falta un paso imprescindible. En 1809 no existía la anestesia, Jane estaría consciente durante toda la operación.

Era aferrarse a un clavo ardiendo, algo que nunca había salido bien y había acabado con la vida del paciente. Pero la señora Crawford no quería que aquella masa significase su fin, pondría todo de su parte para sobrevivir. Cuando accedió a realizar el experimento, Ephraim le informó de una última condición: El procedimiento tendría que llevarse a cabo en casa del doctor.

El milagro navideño

El día 25 de diciembre Jane se plantó delante de la casa de Ephraim. Acababa de recorrer 100 kilómetros a lomos de un caballo y se encontraba exhausta. Pero no había tiempo para descansar, cuanto antes realizasen la operación, mayores eran las posibilidades de sobrevivir. Jane se maravilló por la pulcritud y la limpieza tanto del hogar como del propio doctor, algo raro en los médicos de la época. Pero tampoco había tiempo de quedarse ensimismada, tenían que ponerse manos a la obra.

El primer paso fue desvestir a Jane y ofrecerle un objeto para morder y que no se dañase los dientes al apretarlos por el dolor. Tras esto, empleando los utensilios más modernos de la época, el doctor realizó cortes precisos en el tejido. Ephraim había repasado a conciencia los libros de anatomía, conocía cada músculo, cada vena y cada órgano y, por tanto, también sabía todo lo que podía salir mal. Tras 25 agónicos minutos, Jane notó como le cosían el vientre y, tras mirar a su lado, observó una masa sanguinolenta que pesaba aproximadamente 10 kilos reposando sobre la mesa. A pesar del dolor, aquella visión la llenó de esperanza. Se había quitado un enorme peso de encima y ahora le quedaba reposar y recuperarse.

Afortunadamente para la historia y para la propia Jane, recuperó la salud a los 30 días y pudo volver a su hogar. Posteriormente se mudó a Indiana y allí falleció 32 años después de la operación. En los artículos posteriores Ephraim describió con precisión quirúrgica cómo había abierto, cortado y drenado la sangre. Además, indicó los procedimientos para mantener calientes los intestinos y cómo había cosido la piel con sumo cuidado. Tras el éxito, realizó el mismo procedimiento a otras dos mujeres que también sobrevivieron. Por ello, se considera al Dr. Ephraim McDowell y a Jane Todd Crawford como padre y madre de la ooforectomía.

En la actualidad se siguen realizando ooforectomías totales o parciales en los hospitales de todo el mundo. Se trata de un procedimiento seguro que permite tratar y prevenir el desarrollo de cáncer ovárico. Gracias al avance de la tecnología ya no suele ser necesario abrir el abdomen, en caso de tumores benignos se puede acceder al ovario mediante laparoscopia. Empleando ecografías, radiografías y tomografías computarizadas, las operaciones se planean con cuidado para que la salud del paciente se resienta lo menos posible. Por ello, vale la pena recordar que este impresionante avance médico tiene su origen en aquel día de navidad de 1809, cuando nació una operación que ha salvado incontables vidas.

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