En condiciones normales las mariquitas son depredadores sofisticados y voraces. Un solo individuo puede devorar miles de áfidos en su vida. Para encontrar a sus víctimas, agita las antenas en busca de las sustancias químicas que desprenden las plantas cuando son atacadas por insectos herbívoros. Detectadas las señales, la mariquita intenta localizar unas moléculas que solo desprenden los áfidos. Entonces, se acerca sigilosamente y ataca, despedazando a la víctima con sus mandíbulas serradas.

Además, las mariquitas saben protegerse de la mayoría de sus enemigos. Sus élitros rojinegros, tan adorables a ojos humanos, son en realidad un aviso para posibles depredadores: lo lamentarás. Cuando un ave o algún otro animal intenta atacarla, la mariquita rezuma sangre envenenada por las articulaciones de las patas. El atacante percibe el sabor de la sangre amarga y escupe la mariquita. Los depredadores aprenden a leer un mensaje disuasorio en el color rojo y negro de las alas anteriores.

Depredadora a salvo de otros depredadores, se diría que la mariquita lleva la vida que todo insecto querría vivir… si no fuese por las avispas que desovan en el interior de su cuerpo. Una de estas avispas es Dinocampus coccinellae, de unos tres milímetros de largo. Cuando la hembra está lista para desovar, se posa sobre una mariquita y rápidamente le clava el aguijón en la parte inferior para inyectarle un huevo y, con él, un cóctel de sustancias químicas. Cuando el huevo eclosiona, la larva se alimenta de los fluidos que llenan la cavidad corporal del huésped.

Aunque la mariquita es devorada lentamente por la larva, a simple vista no se perciben cambios. Ella sigue atacando áfidos, pero los nutrientes generados por la digestión de cada presa van a parar al parásito, que crece a su costa. Al cabo de unas tres semanas, la larva ha crecido tanto que está lista para abandonar el huésped y transformarse en adulta. Entonces sale al exterior por una rendija del exoesqueleto de la mariquita.


Pese a que el cuerpo de la mariquita se ha librado del parásito, su mente sigue secuestrada. Mientras la larva de avispa se envuelve en un capullo de seda bajo el cuerpo de su huésped, este permanece inmóvil. Desde el punto de vista de la avispa, este método es todo un chollo. Mientras permanece en el interior del capullo, la pupa de D. coccinellae es muy vulnerable. Las larvas de crisopa y otros insectos podrían devorarla. Pero si uno de esos depredadores osa acercarse, la mariquita empezará a agitar las extremidades para ahuyentarlo. A todos los efectos se ha conver­tido en la guardaespaldas del parásito. Y seguirá cumpliendo fielmente con su misión durante una semana, hasta que la avispa ya adulta horade el capullo con la mandíbula, salga por el orificio y se marche volando. Y es entonces cuando casi todas las mariquitas zombis dejan este mundo, concluida la prestación de servicios a su ama y señora parásita.


Los científicos están descubriendo que muchas especies huésped, desde insectos hasta peces y mamíferos, comparten un mismo destino: servir al parásito aunque eso implique arrojarse literalmente en brazos de la muerte.

En todo el mundo natural surge la misma pregunta: ¿por qué un organismo haría todo lo posible por asegurar la supervivencia de su torturador en vez de luchar por la suya propia? El de guardaespaldas es solo uno de tantos servicios de protección que los huéspedes prestan a sus parásitos. Cierto tipo de mosca que infesta abejorros los induce a esconderse bajo tierra en otoño, justo cuando la mosca está a punto de emerger para formar una pupa. Enterrada, la mosca está a salvo no solo de los depredadores, sino también del frío del invierno.

En Costa Rica, la araña Leucauge argyra, que teje telarañas circulares, hace lo imposible por satisfacer las necesidades de Hymenoepimecis argyraphaga, otra avispa gorrona. La hembra adhiere su huevo al cuerpo del huésped. Cuando la larva eclosiona, abre unos cuantos orificios en el abdomen de la araña y le chupa la sangre. 

En dos semanas, cuando la larva ha alcanzado su talla máxima, la araña se entrega con denuedo a la labor de destrozar su tela y tejer otra totalmente diferente. En vez de crear una red de múltiples hilos diseñada para atrapar insectos voladores, teje unos cuantos cables gruesos que convergen en un punto central. Cuando ya no queda nada que chupar del huésped, la larva teje su capullo en un hilo que pende de la intersección de los cables. Suspendido en el aire, el capullo queda fuera del alcance de posibles depredadores.

También hay parásitos que inducen al huésped a protegerlos cuando todavía viven en su interior. Antes de infestar a un humano, Plasmodium, el protozoo que causa la malaria, pasa los primeros estadios de su ciclo vital dentro de un mosquito (Anopheles). El mosquito necesita chupar sangre para sobrevivir, pero esta conducta supone un riesgo para Plasmo­dium, ya que en cualquier momento una mano humana puede aplastar al mosquito en un gesto irritado, con lo cual el protozoo no tendría oportu­nidad de progresar al siguiente estadio de su ciclo vital: habitar dentro del ser humano. Para reducir ese riesgo mientras sigue desarrollándose en el interior del mosquito, Plasmodium hace que su huésped pierda cierta apetencia por la sangre, de tal manera que Anopheles busca menos víctimas cada noche y se rinde antes si no encuentra una buena fuente de sangre.

En cuanto Plasmodium ha madurado y está listo para entrar en el huésped humano, manipula la conducta del mosquito en sentido contrario: de repente está sediento de sangre y no se detiene ante nada; busca más y más humanos cada noche y continúa picando sin cesar aunque ya esté ahíto. Si el mosquito muere aplastado por una mano, ya no importa: Plasmodium ha dado el paso.

Plasmodium manipula el comportamiento normal del huésped para progresar al estadio siguiente de su ciclo vital, pero otros parásitos obran cambios mucho más radicales, a menudo con consecuencias fatales. Por ejemplo, los ciprinodontiformes, unos peces ovíparos conocidos en el mundo de la acuariofilia como killis, no suelen acercarse a la superficie del agua para no ser presa de las aves limícolas, pero cuando los infesta un platelminto llamado trematodo, pasan más tiempo cerca de la superficie y a veces se giran, de tal forma que sus vientres plateados reflejen destellos de luz. Los killis infestados tienen muchas más posibilidades de acabar en el pico de un ave que los sanos. Y casualmente es el intestino de un ave la siguiente parada de los trematodos en su viaje hacia la maduración y reproducción.

El caso más famoso de manipulación del cerebro del huésped por parte de su parásito tiene lugar en tierra firme. Las ratas y los ratones, además de otros mamíferos, pueden verse infestados por Toxoplasma gondii, un pariente unicelular de Plasmodium. Este parásito puede generar miles de quistes en el cerebro de su huésped. Para progresar al siguiente estadio de su ciclo vital, Toxoplasma tiene que alcanzar el intestino de un gato.

Toxoplasma carece de medios para desplazarse por sí mismo desde el cerebro de una rata hasta el intestino de un gato, pero si la rata huésped es devorada por el gato, el parásito podrá reproducirse. Se ha descubierto que las ratas infestadas por Toxoplasma dejan de sentir el miedo que en condiciones normales les inspira el olor a gato. Incluso algunas empiezan a exhibir verdadera atracción por la orina de su enemigo, lo que las convierte en presa fácil para las zarpas felinas y, por ende, eleva la probabilidad de que Toxoplasma avance en su ciclo vital.


El hecho de que las mutaciones y la selección natural hayan podido dar lugar a poderes tan espeluznantes es un misterio que intriga a los biólogos evolutivos. Para abordar el tema, hay un concepto muy útil creado por el biólogo Richard Dawkins, autor de El gen egoísta.

En su libro, Dawkins argumentaba que los genes evolucionan para autocopiarse mejor. Por más importancia que cada uno de nosotros demos a nuestro cuerpo, desde el punto de vista de nuestros genes no es más que un vehículo para llegar indemnes a la siguiente generación. La colección completa de genes de que se compone un individuo se denomina genotipo; la suma total de las funciones y partes corporales que crea el genotipo en pro de sí mismo –de ti o de mí– se denomina fenotipo.

A Dawkins se le ocurrió que el fenotipo no tenía por qué restringirse a nuestro cuerpo, sino que podría incluir también las conductas propiciadas por nuestros genes. Los genes de un castor codifican su esqueleto, su musculatura, su pelaje, pero también los circuitos cerebrales que inducen al castor a morder árboles para construir presas. El castor se beneficia en muchos sentidos del estanque represado. Los depredadores tienen más dificultades para atacar su morada, por ejemplo. Si por causa de una mutación genética nace un castor que construye presas todavía mejores, ese fenotipo concreto quizá tenga más oportunidades de sobrevivir y, por término medio, de engendrar más crías. Como consecuencia, la mutación será cada vez más común con el paso de las generaciones. Desde el punto de vista evolutivo, la presa –e incluso el estanque que crea– es una extensión de los genes del castor tanto como lo es su propio cuerpo.

Si el poder de un gen puede incluir la manipulación del mundo físico, se preguntaba Dawkins, ¿acaso no podría incluir también la manipulación de otro ser vivo? Dawkins razonó que sí y remitió a los parásitos como ejemplo por antonomasia. La capacidad de un parásito de controlar la conducta de su huésped está codificada en sus genes. Si uno de esos genes mutase, la conducta del huésped cambiaría.


Dependiendo de cómo fuese ese cambio, la mutación podría redundar en beneficio o en perjuicio del parásito. Si un virus de la gripe muta de tal modo que sus víctimas se encierran y mueren de inanición, el virus no tendrá posibilidades de saltar a otros huéspedes y acabará desapareciendo. En cambio, cuando la mutación del parásito influye para su propio bien en la conducta del huésped, se difundirá. Por ejemplo, si una avispa experimenta una mutación que induce a la mariquita huésped a hacer de guardaespaldas, aquellos de sus descendientes que lleven ese rasgo prosperarán, porque sucumbirán en menor número a los depredadores.

Dawkins presentó estas ideas en el libro de 1982 The Extended Phenotype («El fenotipo extendido»). En muchos sentidos fue un texto adelantado a su tiempo. En la década de 1980 eran muy pocos los estudios científicos exhaustivos de parásitos que controlan el comportamiento de su huésped. Pero si la hipótesis era correcta, los parásitos tenían que poseer unos genes que se impusiesen a aquellos genes de los huéspedes que en condiciones normales controlaban su conducta.

Hoy los científicos están abriendo por fin la caja negra del control mental que ejercen algunos parásitos. Frederic Libersat y su equipo de la Universidad Ben Gurión, por ejemplo, están diseccionando los siniestros ataques de la avispa esmeralda (Ampulex compressa). La avispa pica a una cucaracha y la transforma en un zombi sumiso.

A continuación lleva a su víctima drogada hasta el interior de un nido, arrastrándola de las antenas, como quien pasea un perro con su correa. La cucaracha tiene plena capacidad de movimiento, pero una ausencia absoluta de motivación para moverse por sí misma. La avispa pone un huevo en la parte inferior de la cucaracha, y esta se limita a quedarse quieta mientras sale la larva y se introduce en su abdomen.

¿Qué poder secreto tiene la avispa sobre su víctima? Libersat y sus colegas han descubierto que clava con sumo cuidado el aguijón en el cerebro de la cucaracha, dirigiéndolo con exactitud hasta las regiones involucradas en el movimiento. La avispa rocía las neuronas con un cóctel de neurotransmisores que actúan como fármacos psicoactivos. Los experimentos de Libersat sugieren que acallan la actividad de las neuronas que en condiciones normales responden al peligro induciendo a la cucaracha a huir.

Los científicos han logrado documentar con un grado de detalle asombroso la operación de neurocirugía que realiza la avispa esmeralda a la cucaracha, pero todavía quedan muchas preguntas sin responder. El veneno de la avispa es todo un cóctel de sustancias químicas, y Libersat y sus colegas aún no han identificado cuáles ni de qué modo influyen en la conducta de la cucaracha. Sin embargo, hasta el momento sus resultados casan a la perfección con la teoría del fenotipo extendido de Dawkins: los genes que codifican las moléculas ponzoñosas incluyen a la cucaracha en el plan de supervivencia de la avispa al proporcionarle un criadero ideal para sus descendientes.

En unos cuantos casos los científicos han empezado a localizar qué genes del parásito controlan la conducta del huésped. Los baculovirus, por ejemplo, infestan las orugas de polilla gitana y otras especies de polillas y mariposas. El parásito invade las células del huésped y las obliga a crear nuevos baculovirus. A simple vista a la oruga no le ocurre nada, pues sigue mordisqueando hojas como si tal cosa, pero el alimento que ingiere no se transforma en tejido de oruga, sino en más baculovirus. Cuando el virus está listo para abandonar el huésped, la oruga experimenta un cambio radical. Se pone frenética y se entrega a una voracidad sin límite. Y al cabo de un tiempo empieza a trepar por un árbol. En vez de detenerse en zonas seguras, lejos de posibles depredadores, las orugas suben más y más alto, y se paran en el haz de las hojas o en la corteza del árbol a plena luz del día, ante los propios ojos de sus depredadores. Los baculovirus poseen genes de diversas enzimas. Cuando llega el momento de dejar el huésped, determinados genes se activan en las células de la oruga y producen un torrente de enzimas que disuelven el animal hasta convertirlo en un líquido viscoso. A medida que la oruga se disuelve, grupos de virus caen como una lluvia sobre las hojas inferiores, donde serán ingeridos por nuevas orugas huéspedes.

Para Kelli Hoover y David Hughes, de la Universidad Estatal de Penn­sylvania, y sus colegas, el viaje de las orugas árbol arriba es un ejemplo perfecto de fenotipo extendido. Al inducir a sus huéspedes a trepar a lo alto de los árboles, los baculovirus multiplican las probabilidades de infestar nuevos huéspedes de niveles inferiores. Para poner a prueba la tesis de Dawkins, examinaron los genes de los baculovirus, decididos a localizar uno que controlara el ascenso de las orugas.

Cuando los investigadores desactivaron un gen concreto del virus, el llamado Egt, el parásito siguió colonizando las células de las orugas y replicándose como siempre, hasta el punto de disolver al huésped. Sin embargo, en ausencia de una copia funcional del Egt, los baculovirus no obligaban a las orugas a trepar por el árbol. Es poco probable que existan muchos otros parásitos que controlen a sus huéspedes con un solo gen; por lo general el comportamiento animal suele estar influido por diversos genes propios, cada uno de los cuales hace una pequeña aportación al resultado total. Así que lo más probable es que muchos parásitos dependan de un buen número de genes propios para controlar a sus víctimas.

Y qué se sabe de D. coccinellae y su desdichada víctima la mariquita? En la Universidad de Montreal, Fanny Maure y sus colegas hicieron un descubrimiento sorprendente: al transformar a su víctima en complaciente guardaespaldas, la avispa quizás esté actuando como fenotipo extendido de un tercer organismo. Los investigadores descubrieron que cuando la avispa inyecta el huevo en la mariquita, le inocula al mismo tiempo un cóctel de sustancias químicas y otros componentes, entre ellos un virus que se replica en los ovarios de la avispa. Hay indicios que apuntan a que ese virus es el que inmoviliza a la mariquita para que proteja el capullo de avispa de eventuales intrusos.


El virus y la avispa comparten intereses evolutivos; convertir la mariquita en guardaespaldas produce más avispas, y más avispas engendran más virus. Así las cosas, sus genes colaboran para hacer de la mariquita su títere. Pero aunque antes lo pareciera, quien maneja el títere quizá no sea la avispa D. coccinellae, pues en su interior oculta a otro titiritero.

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