El Mar Mediterráneo ha sido siempre un enclave único tanto para el comercio como para el encuentro entre civilizaciones. Cuna de las tres religiones monoteístas y escenario de grandes hazañas históricas, esta masa de 2,5 millones de kilómetros de agua salada conecta tres de los seis continentes de la tierra: Europa, África y Asia. Continentes que, a pesar de su cercanía geográfica, presentan realidades dispares e incluso opuestas.

Aunque en el siglo XXI ya no es la protagonista del mundo, como sí sucedió sobre todo durante la Edad Antigua, la Cuenca del Mediterráneo sigue reuniendo unas condiciones geográficas privilegiadas y muy codiciadas, pero al mismo tiempo enfrentando nuevos y viejos desafíos que surgen de su propia naturaleza. Así, mientras que en el ámbito de las relaciones comerciales la proximidad es una ventaja, la cuestión migratoria -que es un fenómeno secular- no deja de ser uno de los principales temas pendientes en la agenda política de los países bañados por el mare nostrum.

En un mapa en el que tan solo 14,4 kilómetros -en el caso del Estrecho de Gibraltar– separan España y Marruecos, y 294 kilómetros separan Libia de Lampedusa (Italia), las brechas socioeconómicas entre los continentes se hacen todavía más evidentes. Y en ese sentido se entiende que muchas personas se embarquen a diario en busca de un futuro mejor hacia el territorio que promete más oportunidades, que, al contrario de lo que se suele pensar, no siempre ha sido Europa.

Hace poco menos de 200 años, fueron los campesinos empobrecidos de España, Malta, Francia e Italia quienes se desplazaron en masa al norte de África. Ahora, en cambio, el recorrido se hace en sentido ascendente, aunque los motivos siguen siendo los mismos: la pobreza extrema, los conflictos, la crisis económica y la persecución religiosa o política.

cuando El derecho a migrar se queda en el camino

De acuerdo con el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, todas las personas tienen derecho a abandonar su lugar de origen, independientemente de sus causas o motivaciones. Aun así, año tras año el mar arrastra hasta las costas europeas cuerpos, pertenencias y embarcaciones que evidencian la falta de vías seguras y regulares que sean accesibles para las personas migrantes. 

El pasado 5 de agosto, 41 personas perdieron su vida a pocos kilómetros de la isla de Lampedusa (Italia), tal y como informaron las autoridades italianas. Aun así, ni los países de destino ni los de origen trabajan en la tarea de documentar las pérdidas humanas que amontona el Mediterráneo. Sí lo hace, en cambio, la Organización Internacional de las Migraciones (OIM), que registra la cifra de 28.009 personas migrantes fallecidas o desaparecidas desde 2014 hasta 2023 (dato actualizado a 19 de agosto de 2023), siendo 2016 el año con el mayor número de desplazamientos y, por ende, de muertes.

El segundo accidente más mortífero desde que existen registros, sin embargo, ocurrió el pasado 14 de junio de 2023, a pocos kilómetros de la costa de Kalamata, Grecia: 80 personas fueron halladas muertas, y 516 todavía permanecen desaparecidas, de acuerdo con los datos del Proyecto de Migrantes Desaparecidos. Así, una vez más, la ruta desde el Norte de África hacia Europa se vuelve hostil: y es que, a pesar de concentrar solo el 15% de los incidentes migratorios a nivel mundial, el Mediterráneo ya es la región que más vidas de migrantes arrebata en el planeta.

Una ruta sin garantías de llegada

Cuando se trata de la vida de personas, los números dejan de ser relevantes: la muerte de migrantes es una cuestión humanitaria de extrema importancia, independientemente de los datos. Pero en este caso, hablamos de miles de personas que abandonan sus países de origen cada año para mejorar su calidad de vida y que solo cuentan con acceso a rutas realmente arriesgadas. 

De las tres vías establecidas, la del Mediterráneo Central es la que presenta las cifras más desoladoras: del total de 28.009 muertes y desapariciones en la región, 22.260 tuvieron lugar en el cruce de ultramar desde el norte de África a Italia. 

Es difícil mencionar tan solo una de las motivaciones detrás de cada persona que decide migrar, por una parte, y emprender rutas peligrosas, por otra. No obstante, los datos sí muestran los riesgos que enfrentan durante sus viajes: en 2016, el 36% de los fallecimientos registrados sucedieron en tan solo cinco incidentes, todos con más de 250 víctimas, y otro 20% sucedieron en nueve naufragios con más de 100 víctimas, lo que pone en evidencia diversas cuestiones: la condición insegura de las embarcaciones, el número de personas a bordo, las condiciones climáticas y la debilidad de las acciones de rescate y búsqueda. 

Las pateras -también denominados cayucos- son botes sin cubierta, de madera o de neumático, que se utilizan para pescar en zonas poco profundas, con lo cual no están preparadas para navegar por un mar que puede alcanzar más de 5.000 metros de profundidad.

Generalmente, estas embarcaciones están gestionadas por redes organizadas que juegan con la vulnerabilidad de los migrantes: según datos de Europol e Interpol, más del 90% de las personas que migran ha pagado a traficantes para intentar llegar a Europa, y se calcula que los ingresos por esta actividad delictiva superaron los 200 millones de euros en 2019.

LLEGAR NO IMPLICA QUEDARSE

«Creemos que las muertes y desapariciones en el mar son muchas más de las que publicamos, pero al no tener evidencias de estas muertes, no podemos registrarlas», declara Jesús Díaz. Esto es a lo que llaman naufragios invisibles, una realidad que abre una problemática más en la crisis migratoria: la imposibilidad de cumplir con el deber ético de informar a las familias sobre el fallecimiento de sus hijos, hermanos, padres, madres o allegados. 

De acuerdo con los datos del Proyecto Migrantes Desaparecidos de la OIM, el 63,3% de los cuerpos no han sido recuperados desde 2014 hasta ahora. «Esto da cuenta de la dimensión de la pérdida no resuelta de innumerables personas que buscan a familiares perdidos en su ruta hacia Europa», expone. 

Pero el futuro para aquellos que logran alcanzar la costa no es prometedor en la mayoría de casos. Toda llegada irregular comienza con un expediente de expulsión, en el que la persona migrante tiene derecho a solicitar asilo y protección internacional en cualquier momento. Sin embargo, en muchas ocasiones se producen las denominadas devoluciones ‘en caliente’, que consisten en expulsar a los migrantes sin que tengan acceso a los procedimientos debidos y sin que puedan impugnar ese acto a través de un recurso judicial efectivo. Estas son contrarias al derecho internacional, puesto que pueden incluir uso excesivo de la fuerza u otras violaciones de derechos humanos.

Si bien España es el país de Europa que más personas en movimiento acoge al año, según expone el documento de Estrategia regional 2020-2024 de África Occidental, las expulsiones en caliente siguen dándose a pesar de que en 2018 firmó el Pacto Mundial por una Migración Segura, Ordenada y Regular, que obliga a los Estados a respetar, proteger y propiciar vías seguras para la migración.

La necesidad de una acción conjunta

La responsabilidad de las muertes y desapariciones en el Mediterráneo no recae únicamente sobre un país o una región concreta. Todos los Estados de la Cuenca del Mediterráneo son en parte actores esenciales tanto en la crisis como en la solución. «Ningún país por sí solo puede hacer frente a tal desafío. Es absolutamente necesario que la Unión Europea, sus Estados miembros y los países de origen y tránsito lleguen a un enfoque conjunto en toda la ruta migratoria basado en asociaciones y solidaridad», explica Jesús Díaz para National Geographic.

Con esto, las opiniones en la Unión Europea respecto a la política migratoria están divididas: mientras algunos países en primera línea, como Italia y Grecia, proponen medidas estrictas de control que pasan por externalizar la gestión de las fronteras a países del norte de África, como Túnez o Egipto, otros líderes europeos insisten en la necesidad de un mayor respeto de los derechos humanos y el Derecho Internacional. En este sentido, Jesús Díaz, explica que «el hecho de que migren irregularmente no exime a los Estados de la obligación de proteger los derechos de las personas migrantes». 

Por otro lado, los países de tránsito también cumplen un papel fundamental en los movimientos migratorios hacia Europa. Que los puntos de partida sean Túnez, Libia, Egipto o Argelia -entre otros- no implica que las personas hayan iniciado su ruta ahí: muchos comienzan el camino desde África subsahariana y deben recorrer largas distancias en vehículo y a pie, durante las cuales su vida también corre peligro. Lo cierto es que no se tienen datos fiables sobre las muertes que se producen en el desierto del Sáhara y otras zonas de tránsito, como el cruce de Ras Ajdir, pero la OIM estima que las cifras podrían ser similares o incluso superiores a las que se recopilan en el Mediterráneo. 

Es por esto que, en los últimos años, y sobre todo tras el inicio de la crisis migratoria en 2015, la Organización de las Naciones Unidas ha insistido en plantear estrategias para garantizar el respeto a los derechos de las personas en movimiento. En los Objetivos de Desarrollo Sostenible establecidos en la Agenda 2030, la meta 10.7 se enfoca en «facilitar la migración y la movilidad ordenadas, seguras, regulares y responsables de las personas, incluso mediante la aplicación de políticas migratorias planificadas y bien gestionadas». Respecto a esto, los únicos datos que sirven para medir el avance son los del Proyecto Migrantes Desaparecidos, los cuales también pueden usarse por parte de los Estados para aplicar cambios y adaptaciones en sus políticas migratorias

Eso sí, hasta ahora los esfuerzos no han dado sus frutos: en sus últimas declaraciones, el Secretario General de la ONU, António Guterres, señaló que tan solo el 12% de las metas de los ODS 2030 están en progresos de ser alcanzadas. Y desde el 2014, año en el que la OIM empezó a contabilizar las pérdidas humanas en el Mediterráneo, «ningún país ha mostrado un avance significativo», concluye Díaz.

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